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¿Extraños en el paraíso? … ¡Venezolanos!

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«Desde siempre, las mariposas y las golondrinas vuelan huyendo del frío, y nadan las ballenas en busca de otra mar, y los salmones en busca de sus ríos. Ellos viajan miles de leguas, por los libres caminos del aire y del agua. No son libres, en cambio, los caminos del éxodo humano». Eduardo Galeano

Jim Jarmush, director de cine estadounidense describe su película Extraños en el paraíso como “una historia sobre América vista a través de los ojos de extranjeros, una historia sobre el exilio (tanto del país natal como de uno mismo), y sobre conexiones prácticamente perdidas.” La crítica en ese mismo sentido hace referencia  a que “cada espacio que recorren –Nueva York, Ohio o Florida-, les resulta exactamente tan alienado, aburrido y desapacible que el anterior, sin distinción posible”. Son extranjeros en el exilio y también extranjeros en su propio país.

Hoy en todo el mundo se presentan migraciones. Foto: Mario Arroyave

Este pretexto cinematográfico no es más que un preámbulo para compartir una reflexión en torno a la situación que hoy vemos con la presencia de cientos de venezolanos que llegan a nuestro país en busca de mejores alternativas de vida, de un horizonte promisorio debido a la crisis, la debacle política y social que sufre el hermano país. Es una más de las tantas circunstancias que históricamente hemos vivido y que día a día se escriben, como sus diversas historias, sus razones, las que cuentan muchos de ellos cuando se acercan a ofrecer un bolígrafo o una chupeta en nuestras calles y parques, lugares donde es ya común encontrarse con sus relatos, con su mirada expresiva, con su incertidumbre.

Como lo manifiesta la historiadora Diana Uribe, con los venezolanos nos conocemos “desde chiquitos”, hemos dormido en el mismo cuarto desde cuando éramos La Gran Colombia, o en el de al lado, cuando se trazaron esos linderos que tantas veces se han cambiado. Junto con toda la América Latina, nacimos por los mismos días en los cuales se dio aquel propósito emancipatorio de comienzos del siglo XIX. Es así como esa hermandad nos ha permitido un ir y venir constantes, una circulación permanente por la frontera más transitada de América Latina.

Entre Colombia y Venezuela hay mucho más en común que Simón Bolívar y la frontera. Nuestra historia está marcada por un sueño de una gran república,  una nación comprendida por tres departamentos: Venezuela, Cundinamarca y Quito, de donde proviene la común bandera tricolor. Nuestras costumbres se acercan con síntomas evidentes como unas variedades de arepas y platos que se desean por igual cuando buscamos esa identidad en Europa o los Estados Unidos, donde buscamos en los mercados o restaurantes ese reminiscente sabor. Nuestra música crea un vínculo aún mayor en ese intersticio de una tierra que no es ni venezolana ni colombiana sino Llanera, una cultura que nos ofrece un “Caballo viejo” y una “Garza mora” en tonadas de luna llena de Simón Díaz, e igualmente una cultura Wayuu en la Guajira, una historia que trasciende las apetencias de conquistadores y colonos.

Primeros pobladores del continente americano

Pero quizá donde más claramente se manifiesta esta hermandad es en la música tropical, esos ritmos fabulosos que muchas generaciones han bailado una cumbia caletera, un pasito tun tun, traicionera, lloró mi corazón, con grandes orquestas como la Billo´s Caracas Boys, Los Melódicos, La Dimensión Latina, con Oscar De León o Pastor López. Nuestro corazón ha compartido ese “Amargo y dulce” y hemos suspirado juntos con las canciones de “El Puma” José Luis Rodríguez, con Ricardo Montaner, Franco de Vita, Yordano, y ahora con Servando y Florentino por mencionar sólo algunos.

En el arte, Venezuela ha contribuido al engrandecimiento de la cultura latinoamericana en todas sus formas, desde destacados artistas plásticos, escritores, poetas y un sinnúmero de talentos en campos como el teatro, la danza. En Medellín, una obra que representa lo mejor de la escultura venezolana está en el barrio Carlos E Restrepo, una obra policromada de Carlos Cruz Diez, junto a otra del mismo autor en el Cerro Nutibara. En la literatura, la obra de Rómulo Gallegos, de Arturo Uslar Pietri o Miguel Otero Silva son referentes de la mejor producción del continente.

La presencia de venezolanos ahora, no es más que la continuidad de una diáspora común a estos dos pueblos. Una circunstancia que para nosotros es la continuidad de un tránsito por el mundo donde hemos esperado siempre ser bien acogidos, que nos den la mano y que haya oportunidades. Durante décadas, las ciudades y pueblos del hermano país fueron el destino en el que muchas familias encontraron la prosperidad esquiva en nuestro país. Se huyó de la pobreza, de la violencia, de la persecución política, o tal vez simplemente porque Venezuela ofreció un atractivo brillo económico.

Ahora que allí soplan los vientos más duros, llegan personas que buscan mejores condiciones de vida, pero que también las ofrecen. Sí, porque es amplio el perfil de venezolanos con conocimientos diversos, gente muy capacitada, profesionales, personas que buscan salvar su patrimonio invirtiendo acá, mano de obra calificada y con el deseo de crecer y contribuir. Las migraciones han sido la razón de la construcción de grandes culturas y sociedades. América en sí misma es un continente habitado por navegantes y quizá quienes primero llegaron venían de Siberia y de Asia de Asia durante la última glaciación en el Pleistoceno hace más de 30 mil años.

Las fronteras no deben ser vistas sólo muros sino también como puentes. Es así como con las migraciones la gente trae las comidas, la música, las tradiciones, e incluso la religión. Con Venezuela seguiremos compartiendo los sabores, la alegría, el espíritu emprendedor, la hiaca, el Guayoyo, la arepa mechada. Las migraciones enriquecen la diversidad y se fortalece el sincretismo como fundamento de la transformación cultural porque no hay identidad sin alteridad. Nuestra bandeja paisa –por ejemplo-, es una prueba de ello constituida por productos africanos y europeos, nuestra bebida nacional es una infusión hecha con granos árabes y las frutas que sentimos propias son asiáticas como el mango, africanas como el banano o venidas de España como la naranja.

Hoy es incierto el número de venezolanos en nuestra región del Oriente Antioqueño y es notable cada día el incremento de pobladores procedentes de allí. Según Migración Colombia,- el organismo oficial-, cerca de 550.000 venezolanos viven en nuestro país en forma legal o ilegal. Cerca de cien mil han pedido el estatuto de refugiado desde principios de 2017 según ACNUR, la oficina del Alto Comisionado de la Naciones Unidas para los Refugiados, donde también manifiestan que debido a la crisis,  es crucial que “la gente no sea deportada o forzada a volver”. La prensa nacional anunció esta semana que los EE.UU a través de la Agencia para el Desarrollo Internacional USAID, enviarán ayuda para atender migrantes y que serán US$2,5 millones en apoyo para alimentación y salud.

Se estima que en la región ya viven más de 3500 venezolanos quienes en lugares como El Carmen de Viboral están integrados a actividades productivas o empleados en el comercio. En el municipio ofrecen su tradición gastronómica en restaurantes con creativos nombres como “Carmenzuela”. Así mismo en otros pueblos del Oriente ya se consiguen tradicionales empanadas y otras ofertas propias del vecino país. Las migraciones deben ser vistas como una oportunidad y no como una amenaza, además de ser una ocasión para demostrar el espíritu solidario y nuestra hospitalidad, para encontrarnos, para conocernos. ¿Será porque a nosotros también nos gusta el merecumbé… a ver si esta noche amanecemos parrandeando?…   

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