
Por: PAOLA MONTES RAMÍREZ
Comunicación social UCO, paolamontesramirez@gmail.com
Hoy parece ser un martes cualquiera en el parque de El Retiro. En las calles adoquinadas el sol de la mañana se refleja sobre los cuerpos. Las personas circulan por las calles, se acercan de forma amistosa unas a otras y es como si vivieran en otra realidad. Justo sobre la vía principal dos hombres ––uno mayor que el otro, pero ambos de tez blanca, con el cabello en una mezcla entre canoso y oscuro–– se sitúan en la puerta de una tienda medio abierta, tan cerca que pueden sentir el calor del otro. Uno de ellos lleva el tapabocas casi como un accesorio de cuello, mientras el otro ni siquiera contempla la posibilidad de poseerlo, se encuentran a pocos centímetros uno del otro. El ambiente es extenuante y cálido, pero no es un calor normal de aquellos días de verano; es más bien una sensación de agobio y descontrol.
Mientras seguimos en el carro, tanto Sara, mi hermana ––una mujer esbelta, de cabello rojizo y cuyos ojos se tornan verdosos en la ausencia de aquellos cristales que los cubren–– como yo observamos con inquietud a través de la ventana cerrada, asfixiante por el calor y la ausencia de aire fresco, pero necesaria para que no haya ningún contacto, pues el ingreso al parque te deja rodando casi por la acera.
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Siguen los cuerpos pasando al lado de nuestras ventanas, tanto así que parecen en un desfile de resurrección famoso por las aglomeraciones. Con el corazón aun agitado llegamos al proyecto de vivienda, donde trabajamos. Sara seguía mirando a través de la ventana, disfrutando de un extraño minuto de silencio donde su celular no sonaba, y yo estaba atenta a aquella estrecha vía. El proyecto Monte se había convertido en el lugar de nuestros sueños. Sara procuraba estar allí cada día para cumplir con rigurosidad su papel como administradora de la parcelación, mientras yo desempeño mi trabajo como publicista. La parcelación está situada en Pantanillo en la vía de El Retiro. Allí le permitía a todo aquel que la visitara reconectarse con la forma natural de vivir. Todo el camino estaba delimitado por grandes árboles que nos guiaban hasta la imponente portería, allí teníamos una visión radicalmente diferente. Desde antes que el sensor reconociera nuestro auto, para abrir automáticamente la puerta, podíamos ver la cadena de desinfección, como sacada de una película. Varela ––el guarda de seguridad alto, de tez morena y cuya alegría y lentitud eran inconfundibles–– nos saludó desde el puesto de control, con su sonrisa oculta detrás del tapabocas, pero su forma de ser aun percibiéndose. Cuando cruzamos la puerta sujetó la máquina desinfectante, con gran dificultad pues no encontraba cómo enganchar las correas, cuyo mecanismo era tan simple como el de mi cinturón de seguridad, y roció el desinfectante sobre el vehículo. No hizo más que despedirnos con un fuerte grito que traspasara los vidrios cerrados, mover su mano en señal de despedida y golpear con la manguera de la máquina la parte trasera del auto, y detenerse detrás de nosotros, mirando al vacío como absorto en otro mundo, antes de volver a su puesto de control.
Hicimos un recorrido ya conocido y rutinario por todas las vías, pero ya no encontramos a Gloria y Horacio, dos viejitos pensionados amantes del jardín, a los que siempre saludábamos y con los que pasábamos mucho tiempo charlando; tampoco vimos salir a Patricia, con sus atuendos impecables y su gran estilo, y mucho menos, vimos a los cientos de trabajadores de obra terminando alguna casa o realizando un nuevo proyecto. Solo había puertas y ventanas cerradas y una cantidad increíble de bosque que jamás había estado tan habitado y tan activo como en ese momento. El susurro del viento recorría las copas de los frondosos árboles, el llamado del carriquí o del cacique candela, que era tan inconfundible, sonaba con más fuerza en la espesura de los árboles como jamás habíamos escuchado. El lago justo frente a nosotros albergaba una gran cantidad de patos, que llegaron de algún lugar lejano a pasar la cuarentena con nosotros.

La última parada siempre había sido la casa de la abuela, una pasita andante cuyos años nunca le han quitado la vitalidad de sus ojos, la fuerza de su alma y el gran corazón donde nos guardaba a todos. Nos sentábamos a charlar, a escuchar sobre su jardín o sus tendidos tejidos, hasta que se levantaba a hacernos el café que tanto nos gustaba. Sin embargo, esta vez fue diferente, tan distante y tan frío. Desde el puente que conducía a la gran entrada de la casa anunciamos nuestra presencia, dejamos la bolsa con los víveres cerca a la puerta y retrocedimos. Al abrir, Álex ––un hombre enmascarado, de cabello canoso pero aun joven–– roció con una botella de alcohol todas las bolsas y limpió con celo cada producto. La abuela nos miraba desde lejos, como ansiando poder abrazarnos. Claudia, la esposa de Álex y madre gestante, se alejaba lo que fuera posible para cuidar la vida del nuevo integrante, pues su embarazo estaba a pocos días de terminar, y casi con un humor irónico, Susi ––la prima que toda la vida se había preocupado por la limpieza extrema, aquella que tenía un miedo visceral por los gérmenes, virus y bacterias–– nos lanzó desde la puerta hasta el puente unos paquetes de papitas y allí quedamos todos hasta nuestra partida, en un cuadro bastante cómico. Nosotras dos en el puente, tan lejos y justo al frente, desde una medida más que considerable, todas las caras conocidas que antes solíamos abrazar.
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El camino de regreso no fue tan diferente por unos segundos, pues aún continuábamos en un túnel de árboles, que iban disminuyendo y siendo reemplazados por bloques de cemento, mientras nos aproximábamos al pueblo. Y aunque a libertad se ve condicionada por dígitos y por días para aquellas personas que siguen las reglas, aquellas que fueron convertidas en solo cifras de salud o enfermedad, muerte o vida… eso no era lo que veíamos en el horizonte en la glorieta de La Fe, a eso de las cuatro o cinco de la tarde. Todo un retén se encargaba de controlar el caos y el ingreso de las personas que estaban deseando llegar al pueblo. Un bus azul era el primero en la fila. Uno de los policías revisaba que se cumplieran con las medidas de seguridad, mientras su compañero seguía el mismo procedimiento con otro vehículo y el agente de tránsito que los acompañaba impedía que se adelantaran unos a otros mientras esperaban que habilitaran el ingreso.
Al estar de vuelta en casa, reinaba un ambiente de calma, acompañado de un impulso por quedarnos sumergidas en la cama, hasta que todo volviera a la normalidad. Después de desinfectar el interior del auto, cruzamos la puerta y nos recibió Isabel, una pequeña de 3 años cuyo hermoso cabello rizado y sus ojos, igual de expresivos que los de Sara, su madre, nos tenían fascinadas. Ella comprendió y se adaptó a la situación rápidamente, tanto así que al poner un pie dentro nos indicaba que debíamos bañarnos, cambiarnos la ropa y desinfectarnos las manos, siempre hablándonos desde la distancia.