“Contarle a mi familia ha sido el momento más difícil de todo esto”, son las palabras de Dora Giraldo mientras toma asiento en un sillón en la sala de su casa, tal como lo hizo más de una veintena de veces en los asientos de los hospitales donde debía esperar varias horas para completar su tratamiento. Afuera llovía, pero no era impedimento para atender unos asuntos que tenía.
Comenzaba la última semana de octubre del 2018. Una jornada de salud en su lugar de trabajo había sido propuesta, algo rutinario para todos los integrantes de la empresa donde laboraba. Sin esperarse, ese sería el inicio de todo un proceso que marcaría su vida y sería un punto de inflexión para reorganizar lo que esta ingeniera industrial de profesión, esposa y madre de tres hijos (Juan José, Isabela y el pequeño Emanuel) estaba realizando hasta ese momento.
Paralelo a esta situación, su esposo Jhon Fredy, con quien llevaba más de veinte años casada, libraba una batalla por su salud luego de un accidente que lo había dejado en cuidados intensivos un par de meses atrás. “Al principio no quería contarle a mi familia de los resultados y más tomando en cuenta la situación que estábamos atravesando con el papá de los niños. Había sido un golpe anímico muy fuerte para todos nosotros”, expresa Dora haciendo referencia al “corre corre” que tenía que hacer todos los días: estar pendiente de sus hijos, llevarlos al colegio, estar presente en el cuidado de su esposo y cumplir con sus obligaciones laborales, incluso tuvo que recurrir a sus amigas cercanas para apoyarse y recibir voces de aliento que le permitieran continuar.
Los chequeos y revisiones periódicas habían comenzado. Los viajes a Medellín serían su nueva rutina, pero no podía dejar a un lado sus deberes como madre, esposa y profesional. Adicionalmente, aún estaba librando una batalla interior sobre hacerle saber, o no, a sus familiares y en especial a sus hijos de su padecimiento. Por un tiempo sacó excusas; “debo acompañar a una amiga a realizarse unos exámenes”, decía, pero nunca mencionó que era para sí misma, así que durante las primeras semanas logró mantener el secreto.
Luego de tres meses de silencio, sentía que ya iba siendo hora de contarle su realidad a su hija e hijo mayor, así que un día les dijo; “Nos vamos, yo quiero salir y descansar –pensé–. Salimos hacia Puerto Triunfo y en un fin de semana con mis hijos les dije que tenía cáncer de seno, que estaba a punto de iniciar el tratamiento”. No se lo dijo a su hijo menor por respeto, además tenía ocho años y sería difícil que comprendiera lo que esto significaba.
Iniciando enero de 2019, se acercaba el primer tratamiento para combatir la enfermedad y había puesto disposición total para recorrer un proceso que duraría varios meses; sin embargo, no contaba con que su madre se enfermaría y también debía ser internada en el hospital para recibir los tratamientos adecuados.
Terminaba su horario laboral a las nueve de la noche y luego se dirigía al hospital para acompañar a su mamá que se encontraba en una torre médica y su esposo en la torre contigua. Sus hijos quedaban a cargo de Juan José, el hermano mayor, quien hacía todo lo posible por suplir el papel de madre y padre cuando estos no se encontraban en el hogar.
“Como hijo mayor mi responsabilidad estaba en mantener la tranquilidad en la casa, con mis dos hermanos, con la familia de mi papá y claramente de mi mamá. Tomar las riendas del hogar en ese momento fue la mayor responsabilidad que asumí y que me prometí cumplir”, cuenta Juan José, o el ‘Mono’, como es conocido entre sus amigos.
El 24 de marzo de ese 2019 falleció su esposo. Dora estaba pendiente de la primera cirugía y sintió que todo se oscurecía en su vida. Era el momento más difícil del año y toda la fuerza, valor y coraje que había reunido se estaban esfumando. El trascender de los días no dio marcha atrás y un mes y medio después llegó aquel momento de la operación.
De la mano de Dios, como su madre le dijo, entró al quirófano y transcurrieron diez horas de larga espera que al final fueron gratificantes al recibir la noticia del éxito del procedimiento quirúrgico lo que se convertía en un paso enorme en su lucha contra el cáncer.
“El proceso por el cual pasó mi mamá lo definiría como algo raro, extraño y a la vez complejo. Había días en los que se levantaba con una energía muy positiva, alegre y que a su vez me contagiaba ese bonito sentimiento, entender que estaba dispuesta a continuar era gratificante para mí y mis hermanos, pero no puedo obviar la otra cara de la moneda. Había días malos y muy tristes en los que no se levantaba de la cama, no tenía apetito, sus fuerzas se habían ido y simplemente quería pasar la página lo más pronto posible”, dice a modo de reflexión Isabela, su hija.
Al completar las 25 sesiones se abrían las puertas para dar el siguiente gran paso, le esperaban 12 quimioterapias las cuales significaban la etapa final del tratamiento. Al llegar por primera vez al lugar donde debía pasar los próximos ocho meses, conoció el testimonio de personas las cuales llevaban seis, nueve meses, tres e incluso cinco años en esta situación médica.
“Gracias a Dios todos los tratamientos, hasta ese momento, habían sido exitosos y mi cuerpo no presentaba rechazo a ninguno. Salía mareada y con malestar, pero era algo completamente normal hasta que llegaron las últimas sesiones que eran las llamadas “rojas”. Estas son en las que se empieza a caer el cabello, las cejas y pestañas, así que yo había tomado mucho antes la decisión de raparme para asimilar el cambio físico” dice.
La dulce rutina de la vida
La alarma sonaba a las cuatro y treinta de la mañana. Sus palabras iniciales eran una oración de agradecimiento a Dios y de fortaleza para afrontar le día que iniciaba.
Su primera parada era la cocina, se preparaba algo ligero para tomar mientras encendía la estufa y empezaba a cocinar la comida que sus hijos llevarían al colegio. Mientras se preparaba el desayuno, Isabella era la primera en despertarse y ayudarle a empacarlo, “Hoy te veo mucho mejor”, le decía su hija mientras ella, muy concentrada, continuaba cortando, revolviendo y vaciando los alimentos.
Su próxima acción era dirigirse a la ducha para estar lista antes que sus otros dos hijos se levantaran. A continuación, empezaba el “arte” como ella le llama: sacaba todos sus elementos de maquillaje: pintalabios, pestañas, brochas, rímel, delineador, sombras y cuanta cantidad de productos de belleza. Su objetivo era apaciguar las secuelas que le había dejado su padecimiento, era renovar su imagen y a su vez alentarse para pasar aquellos días en los que no podía hacer aquello que ese día estaba haciendo. Faltaba un cuarto de hora para las seis y ya estaba lista, su sesión había concluido.
Tal como lo tenía pensado, su hijo menor se había despertado y ya estaba organizándose para un día más de escuela, uno más en la cotidianidad, como si nada hubiese pasado antes. Seis y cuarto, se dispuso a sacar el vehículo del parqueadero, Emanuel e Isabela eran los encargados de observar que todo quedara bien apagado, cerrado y organizado antes de salir, al tener listo estos detalles subían al vehículo el cual los dejaría en su próxima parada, el colegio.
Los meses avanzaron y el 28 de diciembre de 2020 terminó esta etapa que le dejó muchas experiencias, conocimientos, recuerdos y un sinfín de motivaciones para seguir luchando contra las adversidades.
Por recomendación de su oncóloga debe tomar medicamentos durante cinco años para prevenir cualquier rastro de su padecimiento y hasta el día de hoy es la viva imagen de la lucha contra el cáncer de seno en el municipio de Marinilla. Ha participado de campañas propuestas por el municipio y más feliz que nunca celebra el 19 de octubre, Día Internacional de lucha contra el Cáncer de Mama impulsado por la Organización Mundial de la Salud.
“A pesar de que la situación es larga, Dios estuvo conmigo. Las cosas se pueden y los milagros se dan. El positivismo que le pongas a la vida, ella te lo devolverá, así que es una invitación para que las personas no vean el cáncer como el fin del mundo, de la vida, sino como una oportunidad para cambiar aspectos de esta para mejorar como persona” concluye Dorita, luego de su paso por una enfermedad que cobra la vida de casi 22.000 mujeres al año en el país.