Por: Alfredo Velásquez Nieto
Para Salvatore Piedrahita ya no quedaban mujeres vírgenes en Anserma. Las últimas cincuenta que gozaban de este mítico privilegio, habían sido desfloradas por la insoportable fuerza de su perseverancia y el prudente manejo de su técnica erótica.
Aquí, amigo lector, hago referencia a una época que dista ya unos quince años. En lo que respecta a la actualidad, carezco de informes.
Según este casanova del siglo veinte, todo era cuestión de suerte, buenas palabras sazonadas con mentiras, y uno que otro incipiente detalle, por ejemplo una tarjeta, una cuca o una chupeta, cosas estas que, con paciencia, seducen a las quinceañeras, a las beatonas de veinte a treinta y a las jubiladas de treinta y cinco en adelante; mejor dicho, a todas.
En su hoja de aventuras figuraban mujeres de todas las edades, estaturas, razas y capas sociales. Y no siempre solteras, aunque era su predilección. Las había casadas, divorciadas, comprometidas, y hasta pías que habían hecho voto de castidad en algún momento de desespero.
Salvatore Piedrahita no era alto; no tenía los ojos azules que tanto impactan a la mujer. Tampoco era un hombre atlético. Por el contrario. Era un muchacho macilento, de ojos hundidos, y un semblante amarillo anémico que se había hecho más intenso con el consumo de alcohol y otras sustancias. Tampoco caminaba con aire de imponencia, ni gozaba de una nariz egipcia, bigote, barba ni pelo en pecho. Era liso, como pez sin escamas. Y en cuanto a su estética, muy lejos estaba de vestir como todo un caballero. Pantalones a medio planchar; la camisa con uno que otro botón en vacaciones; zapatos por lo regular torcidos y sin bola, y ningún brillo de baratija o fantasía. Hablando en términos de pesos, su indumentaria valía centavos.
Pero, ¿qué encanto, entonces, tenía Salvatore Piedrahita para seducir a cuanta mujer se le atravesaba; para engañar a sus novias y hacer la siesta con las suegras?
No era el dinero, desde luego; este mozo jamás fue visto en ocupación diferente a la del flirteo y la seducción. ¡Qué dinero podía obtener por dicha actividad!
Bueno, algunas veces las mismas víctimas le pagaban el favor con unos cuantos pesos para la cerveza fría. Pero no siempre. ¡Sería el colmo!
“Esto no tiene ciencia –le comentó a un amigo- Basta con la lengua, el parlamento… Acuérdese de lo que dice La Biblia: “Y el verbo se hizo carne”; eso es todo”.
El que escribe esta anécdota no queda del todo convencido, pues, modestia muy aparte, cree gozar de un buen parlamento; si no muy seductor, por lo menos convincente y, sin embargo, como se dice, “no quiebra un huevo a las patadas”.
Por lo tanto, Salvatore Piedrahita debió de tener algo más que el verbo. Una especie de “iluminación” que, con todos sus defectos, con su crónica drogadicción y su nebuloso futuro, no le abandonó sino hasta después de haber hecho grandes estragos en todos los rincones de Anserma.
En lo relacionado con el verbo, sí está bien sabido que este garlador profesional, a pesar de no tener una bibliotecaria cultura, ni hojear los periódicos dominicales, se las ingeniaba para crear literatos, filósofos, deportistas y políticos, con lo que daba a entender a las niñas que era una enciclopedia ambulante y, con increíble astucia, daba muestras de cortesía y buenos modales, como que había leído, según él, la sublime obra de Carreño.
Hasta aquí he pintado de dos brochazos la imagen de un aventurero de veintiséis años. Ahora voy a pintar de igual manera la forma cruel como pagó Salvatore Piedrahita sus clandestinos amoríos.
Llevaba ya unos diez años de vida libertina; de picar aquí y allá; de fijar y cumplir citas a diestra y siniestra; y de levantar comentarios acerca de su virilidad, la que, incluso, se llegó a poner en duda cuando se le vio por varios días pasearse con un pilluelo de trece años por los parques de la ciudad, saboreando crispeta y contando chistes.
Ni un escándalo, ni una calumnia a viva voz, ni una amenaza. Era como si se hubiera tejido un velo de silencio en torno a la figura de este personaje.
Las víctimas tampoco hablaban; ni siquiera comentaban en la casa sobre el oprobio a que habían sido sometidas. Esto tal vez por temor, no a la reprimenda familiar, sino a la pérdida de una segunda oportunidad con aquel macho que las sacaba de la oscuridad de su inocencia y las llevaba al goce infinito.
Además, el mayor peligro era cuidadosamente obviado. Salvatore Piedrahita tomaba las precauciones necesarias para evitar hacerse acreedor a un heredero que aún no había planeado, y que, por otra parte, no tenía con qué criar. Así pues, no existían motivos para temer. La única bofetada que se llevaba este Casanova después de su hazaña era que, como acostumbraba ofrecer amor perpetuo a cada hembra antes de degustarla, y luego no hacía uso de ésta más que una segunda vez, la infeliz le maldecía con lágrimas en los ojos:
“¡Ojalá que cuando te cases, la mujer te salga boba!”.
Una mañana invernal, a eso de las cinco y media, despertó desnudo de la cintura hacia abajo Salvatore Piedrahita. Yacía sobre el pasto, en el sitio conocido como Siracusa. “¡Estoy vivo!”, pensó. Tenía el cuerpo golpeado y amoratado. Venía de pasar la noche bebiendo en un kiosco de las afueras de la ciudad; y aprovechando su estado, le cobraron parte de sus deudas en aquel oscuro lugar.
Creía recordar algo, pero le era imposible. Miró con fastidio su cuerpo salpicado de sangre, y balbució: “¡Me han violado!”.
Se puso los pantalones rápidamente y, cojeando, logró llegar hasta su casa.
Fue peor que una castración. Cada vez que sentía deseos de pasar la noche al lado de una mujer hermosa, Salvatore recordaba su cuerpo machucado contra el pasto, y perdía su apetito sexual de inmediato. Peor manera de pagar sus faltas no podía haber.
Por esos días andaba oficialmente ennoviado con una tímida jovencita de ojos tristes, baja estatura y carirredonda; mujer que, desde luego, no era la de sus sueños. Ésta sabía desde muchos años atrás a qué clase de hombre se atenía. Sin embargo, le perdonaba sus “pecadillos”, como los llamaba. Sabía que era falso, infiel, soez, vicioso y, sobre todo, vagabundo. Además de conocer sobre la tragedia ocurrida.
Nada de esto impidió el matrimonio. Berta Roque se echó a cuestas los despojos de quien había sido el tormento de las mujeres y los cuernos de innumerables maridos.
Y si de verdad Berta Roque resultó ser una esposa boba, como se lo imprecaron a Salvatore Piedrahita, que lo juzgue el lector. Lo cierto es que al cabo de un año de soportarse, ambos decidieron tomar rumbos diferentes; el uno con la excusa de no poder someterse a una sola mujer, y la otra con el pretexto de haber dado con un marido que se gastó la munición en guerras mercenarias.