LA VELADORA
La vieja sacudió la alcancía, un puerco de pasta semitransparente, y notó con tristeza que solamente quedaban dos monedas.
Era una sesentona nacida en el más recóndito basurero del pueblo donde creció entre la porquería y la maldad que no le respetaron su virginidad de doce años ni le dejaron abrirse un camino honroso para desempolvar sus hombros de la pobreza y la maldición del analfabetismo.
_Quiero ser maestra, solía decir entonces, cuando empezaban a brotarle los botones de su pecho y sus caderas magnéticas se pulían y agrandaban, atrayendo las miradas de los machos del vecindario, también pobres, también asnos como ella. Y al pensar en ello, se veía en un salón de escuela de vereda, rodeada de cincuenta mocosos harapientos frente a un descascarado tablero y cuatro tizas, y un cuadro desteñido del Sagrado Corazón, y ella, matrona de las letras, empuñando una regla de madera de pino para quemar las palmas de los mugrosos que no recitaran de memoria las tablas de multiplicar o la parábola del hijo descarriado.
Pero con el paso y el peso de los años se daría cuenta de que los sueños de los pobres no pasan de ser sueños, y que cuando se tiene la aciaga fortuna de nacer en un pueblo administrado por gamonales corruptos y nepotistas, también asnos como ella, pero no pobres como ella, no queda otro camino que ganarse el pan con el medio que esté más a la mano. Y ella lo descubrió un día, cuando una putilla quinceañera, con su cuerpo saturado de callos de amor clandestino, le dijo mirándola de cabo a rabo y dándole una tierna palmada en las asentaderas:
_Si vos aguantás necesidades, es porque te da la gana. Mírate desnuda frente al espejo, y verás que tenés una mina sedienta de dinamita viril. Los hombres darían lo que fuera con tal de llevarte al catre.
A partir de aquella declaración, a Lola Grisales no le quedaría más tiempo que el suficiente para ir al retrete, para comerse un sancocho de galería o ir a la misa matutina los domingos a las siete. El sexo no la dejaba reposar, ella lo buscaba y aquello la buscaba. Fueron veinticinco años de Kamasutra, bailes y aguardiente. Un periodo en el que se aprendió de memoria los gemidos de alcaldes, secretarios de gobierno, comandantes de policía, personeros municipales, capitanes de bomberos, el administrador del cementerio, y hasta media docena de curas que tuvieron su paseo por la iglesia de su pueblo.
Sin embargo, a la edad de cuarenta años, Lola Grisales vio con horror que ya no tenía caderas, que sus senos gelatinosos se agachaban cada vez más, como cabeza de borracho, y que en las noches de amor sin amar veía al diablo en persona, un machote de ciento veinte kilos, oscuro y musculoso, que la agarraba de la cintura, la depositaba con rabia sobre el colchón de paja y le descuartizaba los hígados con sus garras indómitas, hasta que una noche gritó que no podía más, porque se estaba quemando viva en sus infiernos de pecado, y clausuró la casucha de bahareque, su única propiedad, para no abrirla jamás, pues había llegado el momento de voltear la página de su vida. Se dedicaría a una limpieza general mediante rezos, misas, lecturas bíblicas, y una veladora diaria para la Santísima Virgen del Carmen.
Lola volvió a sacudir la alcancía. Dos monedas solamente. Se resignó dolida. Con un oxidado cuchillo de cocina abrió el cerdo y tomó los mil pesos. El valor de dos veladoras. Se sintió miserable. En cuestión de minutos vinieron a su mente aquellos días de jolgorio, comida y sexo, cuando los muchachos del pueblo, esos gamonales que a través de los años se apoderaron de las tierras cultivables a punta de pistola y machete, dejando en la inopia a los campesinos, se la peleaban y jugaban a los dados con el fin de ser los primeros en trepar al camastro. Veía los billetes de diferentes denominaciones pasar de mano en mano para terminar luego, ganadores y perdedores, en sus ampulosos pechos, adonde llegaban incluso monedas que acababan por dar a sus pezones un olor a cobre rancio.
_Que se cumpla la voluntad de Dios, murmuró con amargura.
A las dos de la madrugada, el chirrido de la sirena rompió el sueño de los habitantes del pueblo. Todos supieron al instante que se trataba de un incendio. En pocos minutos llegaron al sitio donde se consumía la choza, propiedad de la Grisales. La vieron arder por completo a pesar del esfuerzo de los hombres-manguera por sofocar el fuego, y a pesar de que era la primera vez que había suficiente agua en el municipio.
_Es que la casa estaba muy caída, fue el comentario general de los mirones. _Menos mal que Lola no estaba durmiendo en ella.
En efecto, esa noche Lola Grisales había ido a dormir donde una amiga que la invitó a compartir una cena de fríjoles con coles, lo que Lola no había vuelto a ver desde tiempos muy remotos.
Aquella trágica noche, antes de partir, Lola se había asegurado de prenderle la veladora a la Virgen del Carmen, con tan negra suerte, que la llama no sólo alumbró a la Virgen, sino que terminó por consumirla y quemar los últimos chécheres que a Lola le quedaban de aquellos tiempos de amores ilícitos.
Por Alfredo Velásquez-Nieto