Cierre los ojos y piense por unos minutos. ¿Qué hace que su pueblo sea su pueblo? ¿Qué lo hace especial? Tal vez piense en la madera o en el Café de El Retiro, en los buñuelos de El Santuario, la mundialmente conocida loza de El Carmen, el maíz en Sonsón, los ríos de San Rafael, etcétera. Ahora imagínese, ¿qué pasaría si todo eso desapareciera? ¿Serían iguales aquellos pueblos que amamos?
Tal vez le haya pasado que piense en retrospectiva y llegue a la conclusión, algo melancólica, de que las cosas eran mejores antes. Como cuando observa fotos antiguas y piensa en lo hermosos que serían los pueblitos paisas si, en lugar de dejar caer su patrimonio para construir edificios o parqueaderos, hubieran conservado esa estética cálida y acogedora colonial de casas grandes y coloridas que llenaban de vida cada rincón.
O tal vez le ocurra que, mientras come una hamburguesa absolutamente universal en McDonald’s, piense en ese sobrecogedor festín que le servía su abuelita en Navidad cuando era niño, festín que tal vez solía rechazar porque prefería comer hamburguesas.
Festín que, más allá de ser una cena hecha con absoluto amor y devoción hacia su familia, era un evento de aromas deliciosos, de colores, de vida, que funcionaba como ungüento para el alma. Festín que eventualmente extrañaría, porque no hay lugar, por más que se busque, como la cocina de los seres queridos. Casi todos tenemos esa tía, esa mamá, esa abuelita, cuya esencia era un consuelo en un mundo que, a medida que crecemos, se va haciendo cada vez más cruel.
¿Por qué hablo de comida? Porque la comida, más allá de alimentar, es un elemento idiosincrático profundamente arraigado a nuestra cultura. Una cultura que nunca llega a casa ajena sin pan, pandebonos o buñuelos, porque “qué pena llegar con las manos vacías”. Una cultura que tiene un dicho popular como “un plato de comida no se le niega a nadie”.
Pero en realidad, la comida solo es una excusa. Es uno de los elementos que representan la problemática que le expondré a continuación: estamos olvidando en el presente lo que somos, para ver en el futuro, con dolor, lo que solíamos ser.
Tal vez le haya pasado que piense en retrospectiva y llegue a la conclusión, algo melancólica, de que las cosas eran mejores antes. Como cuando observa fotos antiguas y piensa en lo hermosos que serían los pueblitos paisas si, en lugar de dejar caer su patrimonio para construir edificios o parqueaderos, hubieran conservado esa estética cálida y acogedora colonial de casas grandes y coloridas que llenaban de vida cada rincón.
O tal vez le ocurra que, mientras come una hamburguesa absolutamente universal en McDonald’s, piense en ese sobrecogedor festín que le servía su abuelita en Navidad cuando era niño, festín que tal vez solía rechazar porque prefería comer hamburguesas.
Festín que, más allá de ser una cena hecha con absoluto amor y devoción hacia su familia, era un evento de aromas deliciosos, de colores, de vida, que funcionaba como ungüento para el alma. Festín que eventualmente extrañaría, porque no hay lugar, por más que se busque, como la cocina de los seres queridos. Casi todos tenemos esa tía, esa mamá, esa abuelita, cuya esencia era un consuelo en un mundo que, a medida que crecemos, se va haciendo cada vez más cruel.
Es decir, en este momento no nos importa que los parques se llenen de edificios minimalistas, pero en el futuro nos dolerá que nuestro pueblo haya dejado a un lado su esencia. Como un Marinilla sin panaderías o, peor aún, para la muestra un botón, un Rionegro en el que los zapateros se puedan contar con los dedos de una mano.
La esencia nos hace únicos. Lo que hacían nuestros antepasados nos hace únicos. Ahora, en lugar de ser lo común, es noticia cuando un joven decide continuar con las tradiciones idiosincráticas de sus ancestros.
Solo esperemos que, si se olvida la tradición, no sea algo que se extrañe. O que, si no se quiere olvidar, esperemos que los jóvenes nos acerquemos a ver a nuestras abuelas cocinar, a descubrir qué especias usan, qué sazón emplean o en qué consiste el ingrediente secreto del amor.
Esperemos que nos acerquemos a nuestros abuelos para escuchar esas historias de cómo sus abuelos se peleaban con el diablo a machetazos, que nos cuenten cómo se le habla a un palo de aguacate para que dé frutos o en qué fase de la luna es bueno cultivar.
Después de todo, la identidad colectiva e individual es solo una colcha de retazos cosida con las historias que nos han contado, con las tradiciones que heredamos y con el amor con el que vemos lo que somos, fuimos y seremos.