El peso de la dependencia: Un llamado a la verdadera soberanía colombiana

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Con más de doscientos años de vida republicana, a menudo Colombia se encuentra en una encrucijada existencial que la confronta con el fantasma de una soberanía inconclusa. No es solo la ausencia de un control total sobre sus recursos o su destino geopolítico; es una carencia más profunda, una falta de amor propio que la vulnera, convirtiéndola en su propia enemiga. Hemos transitado un largo camino desde la independencia, una que, paradójicamente, se ha nutrido de un complejo de inferioridad, forjando una nación dependiente de ataduras mentales y culturales autoimpuestas.

Esta crónica dependencia se manifiesta en cada fibra de nuestro entramado social y político. Parece que seguimos condicionados a la espera del criterio de algún caudillo local para atrevernos a pensar por cuenta propia, o de la aprobación de un “emperadorcito” de turno para siquiera considerar el desarrollo de nuestra propia economía.

La consolidación de cualquier idea, por meritoria que sea, a menudo pende del hilo de la popularidad, no de su intrínseco valor o de un debate constructivo. Lo más grave, sin embargo, es la recurrente dependencia de la responsabilidad gaseosa de un jefe de estado que se evade en divagaciones, soñando un sueño entre un sueño y contando mariposas amarillas, mientras el tiempo apremia y las evidentes necesidades de la nación se acumulan.

La reciente investidura de un nuevo Congreso de la República, y el inicio de un nuevo periodo nos han puesto de manifiesto esta vergonzosa dinámica. Se espera una hoja de ruta clara y acciones concretas, pero la retórica romántica a veces parece primar sobre la verdadera gestión.

La noción de que Colombia es verdaderamente independiente, como a veces se grita en el fervor popular, es una ilusión frágil. Nuestra economía y expectativas colectivas están a la merced del mal humor o de las decisiones erráticas de un “atarbán” extranjero, como si todo se decidiera por la suerte o la caprichosa voluntad de unos pocos.

Y, en gran medida, nos hemos buscado esta vulnerabilidad, no solo con nuestras elecciones, sino con nuestra pasividad y la facilidad con la que nos perdemos en las trivialidades, “posteando a las altas de la madrugada” mientras las verdaderas decisiones de estado se cocinan a puerta cerrada o se diluyen en la ineficacia. El actual e impresentable gobierno y su agenda inconclusa como la “Paz Total” o los intentos de reformas sociales y económicas mediante “decretazos”, están sometidos al escrutinio, y su éxito o fracaso, en parte, dependerá de qué tan arraigada esté aún esta cultura de la dependencia o de qué tan fuerte sea la voluntad política para romperla. La situación del país se asemeja, dolorosamente, a esos artistas que en la industria musical se autoproclaman“independientes”, pero de los cuales, al final, no se sabe de qué son independientes. La cruda realidad es que, al no ser prioritarios para las grandes disqueras o los géneros dominantes, simplemente carecen de una visibilidad o un apoyo estructural. Con Colombia pasa algo similar en el escenario global y regional. Cuando no somos una “estrella en la lista de favoritos” de las potencias hegemónicas o de los bloques económicos, la única opción real y digna es la diplomacia: no la sumisión, sino la construcción de alianzas estratégicas con propósito.

La actual situación de la diplomacia colombiana refleja un intento, no exento de controversias, de sabotear sus relaciones internacionales. La continuación de los lazos con un gobierno ilegítimo en Venezuela, el acercamiento a otras dictaduras de la región y la carencia de un multilateralismo activo, son ejemplos de una política exterior complaciente que busca acercarse a alineaciones ideológicas más que a negocios.

Se requiere una cohesión interna, donde el Congreso de la República, recién instalado, juegue un papel fundamental en la definición de la política exterior y en la supervisión de los verdaderos intereses nacionales.

La diplomacia, en este sentido, no es una renuncia a la soberanía, sino su ejercicio vital y más sofisticado. Es el arte de encontrar intereses comunes, de negociar desde una posición de dignidad y de construir puentes donde antes había obstáculos. Es la vía para sobrevivir y prosperar en un mundo complejo, pero solo si se aborda sin soberbia, con inteligencia estratégica y, fundamentalmente, con un profundo sentido de amor propio nacional. Solo así podremos pasar de ser el “artista independiente” que nadie prioriza, a ser una nación que, consciente de su valor, forja su propio destino en el concierto de las naciones. La verdadera independencia no se grita; se construye día a día, con pragmatismo, visión de futuro y la inquebrantable voluntad de una ciudadanía que se atreve a pensar con crítica, a decidir y actuar por sí misma.

 

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