La seguridad y el orden público en el Oriente antioqueño han sido temas de preocupación, análisis y discusión en las últimas décadas, y es que históricamente esta subregión del departamento ha sido un territorio de disputas entre grupos armados ilegales dedicados al narcotráfico, la extorsión, el secuestro, la minería ilegal, y todo tipo de violación a los Derechos Humanos.

Informes oficiales recientes indican que las cifras de inseguridad en el último cuatrienio han aumentado significativamente, lo que se evidencia, no sólo en los hechos perturbadores de violencia generalizada, sino también en la percepción de pesimismo y miedo en la población civil; situación ésta a la que no escapa ninguno de los 23 municipios que conforman el oriente de Antioquia.

Para algunos analistas, el avance y expansión de bandas criminales del Valle de Aburrá en estos territorios, se mezcla y articula con agrupaciones criminales más poderosas como guerrillas, paramilitares y clanes, que operan en gran parte del territorio nacional; es decir que el futuro próximo no es alentador, a pesar de los esfuerzos reales de las autoridades locales y regionales, de organismos no gubernamentales de Derechos Humanos y de mesas de trabajo comunitarias.

Indiscutiblemente esta problemática repercute con mayor dureza en las zonas rurales, donde el acompañamiento del gobierno y de la fuerza pública es ciertamente precario, quizá no por falta de voluntad política ni administrativa de estos municipios, sino porque, entre otras razones, y hay que reconocerlo, la actual política de seguridad y de orden público del gobierno nacional ha tenido más fracasos que aciertos, debido principalmente a la improvisación, a la tolerancia irracional ante el actuar violento de los diversos grupos criminales, y obviamente a la inexistencia de un marco jurídico coherente y constitucional que se apareje con la diversidad y categoría de los diferentes actores violentos.

Esa inconexa actitud del alto gobierno impide una mayor efectividad de las estrategias adelantadas por la institucionalidad regional, incluyendo a la fuerza pública, y de entes no gubernamentales como la Mesa de Derechos Humanos del Oriente Antioqueño; pues a pesar de su notoria atención a estos desafíos de seguridad y de orden público, la criminalidad aumenta de forma descontrolada en términos de homicidios, masacres, extorsiones, microtráfico, desapariciones y desplazamientos forzados, violaciones y hurtos.

Así las cosas, sin el ánimo de generar alarmismo o pánico social, se debe entender que la situación de los Derechos Humanos en esta zona del departamento es bastante frágil, como lo ha sido desde hace décadas; una huella siniestra que está en nuestra memoria colectiva; que acecha la confianza, el desarrollo, la prosperidad y la resiliencia que han caracterizado a esta población. A veces estos padecimientos nos permiten una tregua, efímera por cierto, porque el problema resurge con mayor ímpetu cada cierto tiempo, tal como lo estamos viviendo en la actualidad.

Resulta incomprensible que estos fenómenos de vulneración a la paz y a la convivencia pacífica en este territorio, sobradamente diagnosticados, que incluso han tenido acompañamiento internacional y han sido prioridad nacional en gobiernos anteriores, no se hayan podido contrarrestar con mayor eficacia. Pareciera que no ha habido una franca voluntad en la política superior para disminuir al menos la violencia entorno a la correlación de desarrollo social y criminalidad, que se evidencia ante el actual y acelerado crecimiento demográfico y económico de nuestro territorio, si tenemos en cuenta que posterior a cada temporada de progreso integral de estas comunidades, sobreviene un ataque sistemático del crimen común y organizado.

Es apenas obvio que si un gobierno se muestra quebradizo y ambiguo ante los hechos violentos, esos vacíos que deja son explotados por la delincuencia que, a estas alturas del actual gobierno nacional, genera confusión en cuanto a cuáles grupos armados tendrían estatus político y cuales no; lo que inevitablemente impide que desde la fuerza pública y desde la competencia de las entidades territoriales menores se puedan adelantar con precisión las acciones pertinentes para combatir la hostilidad de los ilegales.

Pero indudablemente el compromiso sobre la estabilidad social y la paz no corresponde exclusivamente al alto poder político; desde las regiones y las localidades se debe proceder con mayor determinación, dentro de lo que permitan la Constitución y la Ley, de modo que más allá del lenguaje diplomático y tranquilizador de nuestros gobernantes inmediatos, se actué de conformidad a las exigencias de la población civil y a los retos que imponen los criminales.

La sociedad civil siempre se ha mantenido firme y organizada para luchar por su tranquilidad; las organizaciones comunitarias se articulan con la institucionalidad oficial. Ambas han puesto ya demasiados muertos dentro de esta cotidianidad violenta. Se requiere con prontitud de un mayor esfuerzo estatal, y sobre todo de menos indolencia por parte de aquellos que ostentan los poderes para restablecer la autoridad y la sana convivencia ciudadana.

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