Te paras en el kiosco de Coca-Cola que se encuentra en frente del Hospital San Juan de Dios (por la puerta de las urgencias), ese, donde el labrador viejo y obeso siempre está durmiendo; compras un paquete de Doritos –no importa si te queda un aliento horrible, porque al fin y al cabo solo vas a hablar contigo mismo- y una Sprite helada. También recomiendo rezar o cruzar los dedos, como te sientas mejor, para encontrar al Señor que vende cremas (más aguadas que cremosas) por tan solo mil pesos… hacen una perfecta combinación con el queso empalagoso de los Doritos.
Caminas unos 5 o 6 pasos, y allí está. La entrada al paraíso.
No sé tú, pero para mí el paraíso es interno. Para mí, estar en el paraíso es estar en paz, armonía, silencio, tener un buen libro y lo antes mencionado.
Hay una cerca que rodea el lugar, vetusta y andrajosa, ya no se distingue mucho el color que solía tener; eso me encanta, le da un matiz de abandono y antigüedad que produce nostalgia al pasarla. La entrada, perteneciente a la cerca, es un prominente arco que, al cruzarlo, te hará sentir minúsculo.
Cuando entres verás, a lado y lado, un suelo lodoso con unos centímetros de hierba, luchando contra este enemigo marrón en un intento vago por crecer. No importa mucho si llevas mocasines blancos, porque hay alguien que sí le ganó la guerra al lodo: el cemento. Hay un angosto camino, suficiente para que crucen dos personas en sentido contrario, en el que data el paso del tiempo, las grietas ya parecen un adorno inherente.
Bajo la sombra de los gigantes verdes, y sobre la tierra –que tal vez sí pudo haberte ensuciado los mocasines- están las típicas bancas de parque, hechas de tablillas de madera barnizada y hierro tallado en arabescos, en las que perfectamente cabe una pareja de enamorados. Si quieres te sientas allí. A mí me gusta hacerlo; me pongo nostálgica, imaginando como justo ahí, donde ahora en el siglo XXI reposo yo, estuvo antes un caballero, tal vez en los 50’s, con un traje rentado, bajo el hechizo del amor, con los nervios de punta y las gotas de sudor bajo su sombrero, porque estaba allí, ya de rodillas, tratando de encontrar palabras impecables, para que la adorada mujer de sus sueños diera el sí y posara en su dedo el anillo de oro que había mandado a hacer especialmente para ella.
¿Imaginación? Yo lo llamo crear. Por eso voy a este lugar, donde te he encomendado ir. Porque estando ahí, siento el mundo ligero y sobre mis hombros no hay ningún peso.
Si estás de suerte, lograrás avistar pequeñas ardillas revoloteando por ahí, para luego escalar y llegar a la cima del considerable número de árboles que hay alrededor; algunos son majestuosos, otros, sin perder la cualidad de la hermosura, son apenas verdes retoños. Mi versión favorita de ellos es al atardecer; entre las 5:30 y las 6:00 pm, los colores anaranjados del cielo combinan en armonía con la silueta de los abundantes pinos y eucaliptos.
Media a la altura de los árboles, encontrarás una edificación blanca, en la que las lluvias, antes muy torrentosas, dejaron su huella; para el beneficio de la pintura que la cubre, el calentamiento global ha subido la temperatura del pueblo, ya no es ni muy frío ni muy caliente, pero, con certeza, ya no llueve como antes. Yo siempre me he preguntado qué habrá allí dentro. Inventé una historia, mientras me embargaba la inquietud: era una casa y, por supuesto, alguien vivía allí. Era un anciano de 76 años, en plena soledad y con pocos pesos para comer; se le ofreció vivir allí y cuidar la propiedad. No tenía vecinos, a menos de que la bullosa ambulancia pudiera considerarse como tales. Todos los días regaba el pasto, con la esperanza de que algún día floreciera; alimentaba a los peces, que más tarde se convertirían en lo que ingerían, en comida; observaba en el cielo a los Barranqueros que llegaban a empollar sus huevos a las copas de los árboles; y esperaba el día en que la muerte se acordara de él. No era miserable; aunque pareciese que viviera en absoluto aislamiento, no se sentía solo y melancólico; estaban los árboles, las aves, los peces… ¡y estaba el agua!
Ya llegaste a la mejor parte, ya llegaste a la cúspide del paraíso. Luego de rodear la estructura, en la parte de atrás, está el lago. Ancho, diría que tiene uno o dos KM de extensión, y profundo, no sé cuánto porque nunca me he caído allí –tampoco quisiera, creo que hay más moho que H2O-.
A unos cuantos pasos de la casa blanca, está un pequeño e improvisado muelle de madera; las tablas ya tienen agujeros y el color verde mohoso las invade. Pisa con cuidado, yo lo hago, sobre todo si de verdad llevas esos mocasines blancos, no querrás arruinarlos un tanto más con el poco agradable tono del agua. Generalmente, uno no escoge el bote en el que va a navegar; el señor que trabaja allí, aparte de pedirte la asequible contribución de 2.000 pesos, te dirá si es el amarillo o el rojo, el de pedal o el de remo.
Yo hago valer mis derechos, y me monto en el de pedal; comprobarás que, aunque poco te ejercites, tienes más fuerza en tus piernas que en tus brazos. Sin embargo, no es mucho el esfuerzo que hay que hacer, cuando llegues a la mitad, déjate llevar por la corriente.
Estando adentrado ya, a mano izquierda está una especie de isla; allí duermen los patos, notarás también que hay mucha diversidad en ellos. Algunos son adultos, otros apenas unos bebés de pocos días de nacidos. No sé distinguir entre machos y hembras, así que su sexo no lo puedo mencionar. Hay blancos, marrones, blancos con marrón, negros y verdes metálicos; para mí, lo único que tienen en común es el pico anaranjado, porque hasta su graznido es diferente cuando te detienes a escucharlo. Por cierto, no sé si sea posible que un pato sea verde metálico, pero yo los veo así y particularmente, estos son mis preferidos porque parecen un pavo real. Los Doritos no les gustan y tal vez sea tarde para decirte que compres Cheetos amarillos, esos se los devoran.
Al lado derecho, llegando ya a la otra orilla, están las ratas. Hay unas gigantes y otras parecen de laboratorio. Para mi sorpresa, y tal vez para la tuya, no me resultan repulsivas. Me quedo un considerable rato observándolas; van de aquí para allá y de allá para acá, aparentemente sin ningún objetivo concreto. Solo algunas de ellas tienen acceso a las guaridas que lindan con el agua… sí, me inventé otra historia. Yo creo que es una sociedad igual a la de los seres humanos, porque generalmente las más grandes son las que viven en esta privilegiada zona, igual que los hombres más ricos, que viven en los mejores lugares, esos que tienen piscinas. ¿Ves? Es lo mismo.
En fin, ya puedes parar de observar. Ya puedes quedarte flotando sobre el agua, yendo en su dirección. Los siguientes 60 minutos que pagaste, son para los Doritos, la Sprite y para leer, pertinentemente, a Shakespeare. Lo considero pertinente porque, no sé tú, pero para mí Shakespeare es imaginación desembocada en creación. Yo no lo culpo por haber escrito Hamlet, quienes escriben a veces están locos; y no es una de esas locuras perturbadoras o de manicomio, es una locura con la que tienen que cargar los genios.
Y tal vez Shakespeare tuvo un lugar así, un pequeño paraíso en el que otros no veían mucho valor, pero en el que él encontró una musa, que alocaba sus sentidos.
Para mí, mi musa es el agua, en cualquier lugar donde esté, pero especialmente me inspira estando a flote en un bote oxidado en El Laguito de Rionegro, ese parque al que pocos van -y mejor que se quede así-; no vaya a ser que otro, aparte de ti y de mí, descubra la magia escondida que alberga.
Por: Isabella Atehortúa Zapata
Comunicación Social UCO, isaatehortua17@hotmail.com