Todo cambio administrativo en asuntos de política deja casi siempre a la deriva a numerosos funcionarios públicos, ya por diferenciaciones dogmáticas o simplemente porque hay que darles la oportunidad a otros lagartos que se quemaron sus gaznates avivando a sus jefes y se embadurnaron las manos de engrudo pegando afiches en las paredes del pueblo durante la campaña proselitista.
En uno de estos remezones políticos, de carácter municipal, fue que se presentó, a propósito, la estruendosa caída de Bonifacio Arteaga. ¿Estruendosa? Sí, pues poco faltó para que, entre el nuevo alcalde de Anserma, don Venustiano Giraldo, y el funcionario despedido, se produjera una gresca a puño limpio en plena cafetería pública un sábado a las cuatro de la tarde.
Bonifacio Arteaga, un muchacho atlético, de raza campesina, de elevada estatura y con sólo veintiocho años a cuestas, no había pasado más que dos o tres en una escuela primaria donde, más que a leer y escribir, aprendió a desconfiar de los hombres, por lo que solía llevar entre sus pantalones una pistola hechiza que nunca llegó a utilizar, ya que un solo golpe de sus puños podría poner fuera de combate a cualquier contrincante.
Por capricho del destino, o mejor, gracias a la milagrosa política, el joven Arteaga, a los veintiocho años, ya había estado en la jefatura de las Empresas Públicas y había dirigido, no se sabe cómo, el funcionamiento de la Tesorería Municipal hasta el día de su despido. Me imagino que fue más el producto de su atlética figura que el de sus inopes estudios; lo cierto es que nadie se llegó a quejar de su desempeño y, por el contrario, hubo quienes creyeron ver en él a un promisorio hombre de masas.
Pero, a pesar de sus dotes innatas y a su intachable conducta, a Bonifacio Arteaga le llegó el otoño en el ajetreo municipal cuando apenas comenzaba a hacer “carrera”. Y es probable que esto no hubiera sido un descalabro para él, si hubiera tenido una más sólida estructura intelectual, y se hubiera dado cuenta a tiempo de que en política no se alcanza a escalar un peldaño cuando ya se sufre la caída.
Le llegó su carta de despedida el jueves por la noche.
En ella se le agradecía por los servicios prestados a la comunidad y se le pedía siguiese haciendo parte del “victorioso Partido Conservador” “¡Qué desgracia!”- pensó- el maldito alcalde, siendo de mi mismo partido, se atreve a despedirme. ¡Política hijueputa!
Hizo añicos la carta y dejó ver en su rostro un gesto de angustia. Dirigió la mirada al suelo de su apartamento y musitó: “Vagar, vagar, ¡las pelotas! ¿Y a mi madre quién la sostiene?”
Bonifacio Arteaga llevaba la mitad de su vida aportando de su sueldo lo necesario para que Pascualina, su señora madre, quien vivía en el corregimiento de San Clemente, gozara, si es que así se puede decir, de las más mínimas comodidades en las que se puede mover el ser humano: pan, lecho y una que otra aspirina para el dolor de cabeza.
Salió precipitadamente de su apartamento y penetró en la primera cantina que encontró. Allí se tomó un par de aguardientes dobles y juró “por mi madre bendita” que “ese perro de Venustiano” se las pagaría.
Todo el día viernes permaneció encerrado rumiando su ira y pensando en qué podría esperarse de ahí en adelante para hacerle frente a esta vida “cada vez más cara”. Pero, sobre todo, lo atormentaba la situación en que vivía Pascualina, “madre bendita”, musitaba en forma constante, y apretaba sus puños con fuerza.
Así permaneció hasta altas horas de la noche en que por fin el sueño lo venció, quedando tendido Boca abajo, como solía dormir.
El sábado fue el último día que vieron pobre a Bonifacio Arteaga. Él no lo sabía. Agrio, como estaba, no se imaginaba siquiera que, como dijo el poeta, “Siempre hay que esperar algo bueno después que pasa el dolor”.
Se dedicó a buscar al alcalde por todas partes. Recorrió las carreras Cuarta y Quinta. Anduvo por los parques. Entró en los bares y los billares hasta que por fin lo halló en la “Cafetería Las Américas”, lugar muy frecuentado por la gente de bien.
Allí estaba don Venustiano Giraldo charlando sobre política y haciendo planes para la repavimentación de la principal vía de Anserma, la “Carrera Cuarta”, que por más de doscientos años venía funcionando sin recibir una “manito” por parte de la administración municipal.
Bonifacio Arteaga se paró frente al alcalde y, antes de que éste socarronamente lo saludara, lo miró a los ojos con odio y le dijo: “Doctor Giraldo, gracias por mandarme a comer mierda. Pero esté seguro de una cosa: me las pagará”.
El alcalde y sus contertulios intentaron ponerse en pie para reprender a Bonifacio, pero éste los empujó con fuerza a sus puestos, produciendo tal incidente una gran algazara en dicha cafetería. Salió de allí Bonifacio antes de que la situación se agravara, y nadie más volvió a dar razón de él.
Dejó el proselitismo en el último rincón de su apartamento; se olvidó de todos y de todo lo que tuviera que ver con Anserma. Dejó a Pascualina a la buena de Dios, y se marchó a vagar por el mundo.
“Se metió en la guerrilla”, comentaban algunos. “Se lo tragó la tierra”, murmuraban otros. “Se metió en la mafia”, decían quienes habían conocido su empuje. Y no faltaron los que aseguraban que se había suicidado, acosado por su pobreza.
Habían transcurrido cinco años desde aquel sábado negro, cuando una mañana de un frío lunes festivo, comenzó a rodar por todos los rincones del pueblo el más extraño comentario acerca de Bonifacio Arteaga. Se decía que había venido “tapado en la plata”, y que andaba buscando al ex alcalde para matarlo. La noticia se desplazó de la plaza al parque, de la iglesia al cementerio, del hospital al populoso barrio “La Pradera”, y se escurrió por las afueras del pueblo hasta llegar a oídos de Venustiano Giraldo, quien ahora se dedicaba a la vida retirada en su finca “El Guadual”. Efectivamente, Bonifacio Arteaga había hecho su aparición como un héroe romano en épocas del Imperio. Conducía un lujosísimo Rolls Royce blanco y venía, además, escoltado por cuatro guardaespaldas a bordo de una camioneta Ranger, y, por supuesto, andaba en busca de Venustiano; pero nadie se atrevía a decirle dónde estaba, aunque casi todo el pueblo sabía que vivía en su finca, alejado de todo murmullo diferente al de los grillos y los sapos. Cuando Venustiano Giraldo supo de la llegada de su antiguo enemigo, se acordó de la promesa hecha por éste y casi sufre un colapso al repetir él mismo aquella sentencia: “Me las pagará”. Se enterró como un armadillo en la última cueva que encontró en su finca, y dio orden a sus trabajadores de negar su presencia a toda costa. Pero ni las más estrictas medidas de precaución sirvieron para evitar que Bonifacio Arteaga se enterara, por medio de quién sabe qué soplón, de que el ex alcalde sabía de su presencia y se andaba escudando en el campo. Hasta allí llegó Bonifacio Arteaga después de cuatro días de andarlo buscando. Los trabajadores de la finca, temerosos por la presencia de aquellos encopetados mafiosos, no se atrevieron siquiera a abrir la boca. Sabían que su patrón andaba en los últimos pasos en aquel saldo de cuentas. Tampoco Bonifacio se atrevió a dar orden de búsqueda; simplemente se limitó a decir: “Digan a su patrón que llegó Bonifacio Arteaga, y más le vale que me dé la bienvenida porque no pienso irme mientras no lo vea”. Y al contrario de lo que se esperaba, Venustiano Giraldo, un viejo de cincuenta y cinco años, acostumbrado a huirle a cualquier peligro con tal de mantener intacto su pellejo, y pensando tal vez que no quedaba otra salida que no fuera la de hacerle frente a las circunstancias, salió de su escondite, y con paso tembloroso se acercó, cara a cara, a su antiguo rival: “Aquí me tienes, Bonifacio, mátame, si a eso has venido”. Bonifacio Arteaga lo miró con un gesto de compasión, se encaminó hasta su carro y extrajo de debajo del cojín un hermoso revólver treinta y ocho largo, plateado; lo desenfundó mientras los trabajadores de la finca miraban asombrados e inermes aquella operación, y don Venustiano Giraldo se encomendaba al Creador. Bonifacio Arteaga dejó escapar una tímida sonrisa frente a Venustiano Giraldo. Después de jugar con el revólver en su mano derecha por espacio de treinta segundos, le dijo en forma burlona: “No, Venustiano, no he venido a matarlo. He venido a obsequiarle este revólver para que cuide la finca. Y lo hago como gesto de agradecimiento por haberme despedido del trabajo. Porque si no lo hubiera hecho, me hubiera muerto de hambre en este maldito pueblo”. Colocó el arma sobre un secadero de café y partió nuevamente de Anserma.