Haz el bien y…sí mires a quién
El Hijo de Lupe, después de recorrer medio pueblo en busca de una respuesta, y ya con la camisa empapada en sudor, se llegó a una pequeña cantina, ubicada a media cuadra del parque, y acercándose al mostrador pidió un refresco. No consumía bebidas alcohólicas. Tampoco su bolsillo le daba para ello. Pero al llevarse el vaso a los labios escuchó una frase y luego la otra y una más que le pusieron en un estado, primero de angustia y tristeza, y después en una especie de alegría burlona hacia sí mismo por considerarse un hombre tan pendejamente bueno e ingenuo.
El Hijo de Lupe nació, creció y maduró para ser sacerdote. Jamás lo fue. La pobreza en que llegó a este mundo, al que ninguno de los mortales pedimos venir, le impidió pararse frente a sus parroquianos con el misal en la mano derecha, la copa de vino en la izquierda y la hostia como pasante. Y es que el Hijo de Lupe, desde el momento en que empezó a tener uso de razón, vio que no había nacido para pecar. Que no era capaz de pelearse con otro. No sentía codicia. No le gustaba la música. Le producía náusea el olor a cerveza y, en cuanto al sexo, éste le parecía asqueroso, bestial y altamente pecaminoso.
Antes de cumplir los catorce años, el Hijo de Lupe desapareció de su pueblo, un caserío de mala muerte, ubicado en algún lodazal antioqueño, de esos que se hacen llamar municipios para poder figurar en el mapa, pero que no son sostenibles porque simplemente no producen nada más que problemas de orden público, locos, borrachos y descamisados.
Así que partió con el único bagaje que logró reunir en su corta estadía en aquel hogar de madre rebuscadora y padre desconocido: tres camisas, un par de pantalones y una cachucha con el escudo de su equipo de fútbol favorito. También se echó a cuestas su paupérrima hoja de vida estudiantil: dos años y tres meses, es decir, nada; y unas escasas habilidades para leer sin cadencia ni acento y garabatear su nombre con letras que más parecían árabe que español.
El Hijo de Lupe salió de la tienda de abarrotes en la que laboraba desde hacía varios días. Había dejado atrás otra media docena de ventorrillos donde arañó lo que pudo para sostenerse quince años. No sabemos cuándo, cómo ni dónde conoció a su media naranja, por aquello de que los escritores no podemos saberlo todo. Pero sí logramos averiguar que ella le dio dos crías para ayudarle a ser cada vez más pobre, pues ya los bebés no vienen con el pan bajo el brazo como solían decirlo los abuelos.
Esa tarde de sol intenso no imaginó que se iba a encontrar con la criatura más andrajosa, piojosa, maloliente y olvidada por Dios. Pero la vio. Parecía un rollo de ropa quemada y abandonada en una esquina. Se acercó para ver mejor y se dio cuenta de que tenía vida. Unos diminutos ojos asomaron por lo que parecía ser su cabeza cuando el andrajo la levantó lentamente para fijarse en su curioso visitante. El Hijo de Lupe sintió náuseas al respirar el olor a orina vieja, pero de inmediato vino a su naturaleza de hombre santo un sentimiento de pesar y amargura y dejó escapar un suspiro de incredulidad. Bendito seas Jesucristo. Este despojo humano ya debería haber descansado en tu santa paz.
La ruina humana balbució algo que al Hijo de Lupe le pareció como un gruñido de perro. Levantó una especie de taza metálica tan vieja como él y el Hijo de Lupe entendió al instante. Así que el pobretón se metió la mano en el bolsillo y sacó de allí lo único que tenía. Un billete ajado de mil pesos y lo depositó en el recipiente. Había allí varias monedas más. Una débil sonrisa se dibujó en la tiznada cara del harapiento. El Hijo de Lupe se alejó a paso lento mientras el bulto se levantaba de aquel sitio apoyado en un palo de escoba que le servía de bastón.
Pero ni la pobreza del Hijo de Lupe, ni los gruñidos de su esposa, ni los estómagos lombricientos de su par de pebetes impidieron que este marido ayudante de granero se fijara una idea sublime en su corazón de cura frustrado. Haré lo que esté a mi alcance para dar una limosna todos los días a este pobre y vetusto hijo de Dios. No importa si tengo que pasar más hambres de las que he pasado hasta ahora. Amén.
Y desde ese preciso momento nuestro inope rebuscador y paniaguado Hijo de Lupe, a su paso por la antigua iglesia del pueblo, a cuyas puertas se sentaba el residuo humano, separó de su salario, mañana tras mañana, el óbolo con el cual el miserable mendigo aliviaba el hambre de su panza. No sabemos cuánto ni creo que ese detalle importe. Sin embargo, debió de ser una suma no muy pingüe, conociendo las escaseces del tendero.
Y este sagrado ministerio lo llevó a cabo el Hijo de Lupe con puntualidad sagrada aun teniendo que pedir prestada la ración del limosnero alguna vez para darle gusto al corazón, hasta aquel sábado cuando para desgracia de su alma bonachona no lo vio sentado a las puertas del templo, no lo vio en la escombrera municipal, ni en la cafetería de los pobres, ni en el puente rojo de bazuqueros y atracadores, ni en el parque de vagos y jubilados, ni en ninguna parte del bullicioso pueblo. Dios mío bendito, ¿se habrá muerto?
Y se había muerto, pero él no lo sabía ni nadie se lo contó. Sólo que al final lo dedujo de aquellas frases que escuchó en la cantina mientras se tomaba el refresco. Se murió el viejito, el que permanecía a las puertas de la iglesia. ¿Cuál, hermano? Ese que olía a podrido, y lo más hijueputa es que le encontraron más de diez millones de pesos en monedas y billetes. ¿Dónde, marica? Pues en la choza donde dormía…
El Hijo de Lupe se tragó el último sorbo de la gaseosa y salió del bar con un taco en la garganta. Qué bobada, y yo muriéndome de hambre por conseguirle su desayuno diario. Entró en una vieja capilla y rezó por el alma de aquel vestigio humano, y pensó que no podía dejar de ser un hombre generoso, pero se dijo con marcada resolución que la próxima vez haré el bien sabiendo a quién. Así sea.
Por Alfredo Velásquez-Nieto