La tranquilidad del campo en la cuarentena

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Dejamos la flor lo más que se pueda, hasta que toque cortarla por si de pronto resulta algún negocio- dice don Yeison Giraldo.
  • Por: Paola Andrea Giraldo Valencia
  • COMUNICACIÓN SOCIAL UCO, andrea.giral99@gmail.com

Mientras me señala con la mirada el lugar donde han estado tirando toda la flor a medida que se ha ido perdiendo con el paso de los días de la cuarentena, don Yeison Giraldo me cuenta que son casi dos millones de pesos semanales que ha dejado de recibir por la contingencia del Covid-19, situación que ha puesto en jaque la industria floricultora y por ende su microcultivo.

“La tata” Mi abuela, haciendo el rosario cada noche en favor de la vida desde que empezó la pandemia.

Él encuentra triste la cantidad de mercancía que ha tenido que tirar. Antes este campo, ubicado en la vereda Cristo Rey del municipio de El Carmen de Viboral, estaba totalmente inundado de margaritas que adornaban de color las mañanas y tardes que dedicaba a su quehacer como floricultor. Es un hombre de unos 35 años, bajo de estatura y con las manos agrietadas por el sol y la tierra. Lleva encima un sombrero que le cubre parte de su rostro y un tapabocas que esconde el resto, dejando a la vista dos humildes ojos color castaño.

Para no botarla toda, porque eso da mucha tristeza, estuvimos regalando flores al que quisiera. Las personas que me ayudan también se llevaban algunas para su casa y yo, por supuesto, me estoy llevando la mayor parte para la mía. He llenado mi casa de floreros —agrega don Yeison mientras suelta una sonrisa.

Son las siete de la mañana, a diferencia de la sensación de tranquilidad que a esta hora se sentiría debajo de las sábanas, la vista de los grandes campos, abundante vegetación y el cielo despejado le dan más vida que nunca al camino que emprendo hacia la casa de don Yeison. Solo veinte minutos de caminata me alcanzan para encontrarme con una pareja de alrededor de 60 años. El hombre que cubre su mirada con lentes oscuros, se apoya en el hombro de la mujer que guía el camino mientras responde a lo que él le comenta. Antes de que pueda ofrecerles un saludo, el hombre se percata de mi presencia y expresa un caluroso y ruidoso “¡Buenos días!”, les contesto a ambos mientras sonrió, olvidando que el tapabocas que llevo me cubre; ellos, sin embargo, no llevan ninguno y no parece perturbarlos, ni tampoco el hecho de que a su edad lo más conveniente sería quedarse en casa.

Más adelante un grupo de niños rastrillan en la gravilla mientras descienden en sus bicicletas por una loma empinada. Ninguno tiene tapabocas y, mientras ríen, alientan a su compañero que ha quedado al inicio de la misma y se prepara para bajar apoyado sobre una sola llanta de la bicicleta. A medida que continúo caminando el pensamiento que más inunda mi mente: esto parece todo menos una cuarentena.

Tengo familiares y amigos que habitan la zona urbana del municipio. Mi tía, por ejemplo, cansada de vivir en el monte, como solía decir, reside hace cuatro años en el barrio Villa María. En este momento, mientras la mayoría de su familia disfruta de un campo abierto en medio del confinamiento, ella no puede salir ni a la puerta, pues recae en una suerte tan perversa que justo en ese momento pasa la Policía por el barrio alertando: —Les pedimos, por favor, que permanezcan en sus casas.  Señora, para adentro por favor-.

Incluso, ya han sido dos ocasiones en las que cuando puede, ha venido a quedarse unos días donde la abuela porque, según ella, no podía estar encerrada un día más o iba a terminar enloqueciéndose.

Llego a mi destino. Es un aposento con un amplio patio, con prendas colgadas aquí y allá. Unas botas de caucho reposan al lado de lo que comúnmente conocemos como poceta, ese rincón de la casa donde se lava la ropa a mano. Unos pequeños rizos me abren la puerta, los ojos del pequeño se fijan en mí, sonríe y escapa a correr por un pasillo. Un momento más tarde trae a su mamá de la mano. Adriana, una mujer de alrededor 30 años, me saluda efusivamente. Es una mujer delgada, debajo de sus holgadas ropas se puede intuir una gran figura y su abundante melena enmarca su rostro joven apagado de alguna manera por las bolsas de sus ojos.  En ellos demuestra el arduo trabajo que hace como madre de tres hijos, aquel encantador chiquito y dos niñas de 12 y 14 años.

Los niños no están yendo a estudiar al colegio, pero igual es mi deber que practiquen en la casa, por eso están levantados desde temprano.

A esta hora, en medio de la normalidad, todos los niños estarían en el colegio, y Adriana emprendería camino a ayudarle a su esposo en su cultivo. Sin embargo, como ella misma me lo cuenta, hay prioridades.

Lo más importante es que mis hijos estén bien y hagan sus responsabilidades. Yo me aseguro de que estudien en la mañana para en la tarde permitirme bajar a ayudarle a mi esposo y que ellos puedan jugar y descansar también, o ir donde la abuela o los primos que viven allí cerca.

Es un contexto muy similar al mío, y al de todos los que vivimos de esta manera. Normalmente me levanto y tras saludar a mi mamá, salgo de mi casa a respirar un poco mientras camino por un sendero hasta llegar a la casa de la Tata, mi abuela. Me siento un momento con ella, hablamos de todo mientras alimentamos las gallinas o regamos las plantas.

Yo no me imagino viviendo en otro lugar y menos en este momento. Qué pereza estar todo el día encerrado en una casa. Aquí tengo a mis vacas, a mis gallinas, a mis matas, y los tengo a ustedes cerca —me dice mi abuela con su picara sonrisa mientras termina de llamar a las gallinas con su característico ¡cutu! ¡cutu! ¡cutu!

Me ensimismé en pensamientos a la par que recorría con la mirada los rizos de aquel niño corriendo tan libre por el campo, recogiendo piedras y saltando de un barranco a otro mientras de su boca salían palabras que no lograba interpretar. Cuando era pequeña solía decirles a mis padres que quería irme a vivir al pueblo, que no quería vivir tan lejos de mis amigos y tener que levantarme temprano para llegar a tiempo a la escuela; pero ahora, mirando hacia atrás, agradezco la oportunidad que tuve de crecer y educarme en un lugar así.

De un momento a otro, el niño sale a recibir a su papá que se encontraba desde el aura de la mañana laborando y a esta hora viene a desayunar. Don Yeison me hace un gesto levantando la cabeza y yo le devuelvo el saludo. Estar rodeada de gente tan cortés hace que olvide la cuenta de las veces que he dicho hoy “buenos días”.

Mi amiga Estefanía, que vive en la zona urbana, no niega que es tedioso el hecho de ver todos los días las mismas cuatro paredes y no caería nada mal unos días en una finca como la mía, alejada de los controles nocturnos de la Policía que van por todo el pueblo insistiendo a todo volumen “Volveremos a juntarnos, volveremos a brindar, romperemos ese metro de distancia entre tú y yo, ya no habrá una pantalla entre los dos” y sonando la sirena a todo lo que da. A pesar de esto, ya está acostumbrada a su entorno. No es lo mismo para una persona que ha vivido siempre bajo el ruido constante del ajetreo humano que para otra que ha desarrollado su vida en medio de la tranquilidad de aves cantando en la mañana y el silencio en medio del cielo con destellos que iluminan.

Empezamos a caminar hacia el cultivo de don Yeison. No está muy lejos, las distancias son relativamente cortas cuando no hay afán para llegar al destino.

En este momento, estoy trabajando junto con cuatro personas que me ayudan. Al principio, cuando empezó esta situación los reuní y les dije que no sabía si iba a poder pagarles hasta que volviera todo a la normalidad. Son personas que conozco desde hace años, quisieron quedarse y ayudar sin un pago fijo y como viven acá cerca les queda sencillo pasar a trabajar —me comenta don Yeison, mientras vamos llegando.

Los controles son severos en la parte urbana del municipio: pico y cédula, permisos y limpieza, pero en la zona rural les es más difícil estar haciendo estos controles por lo que muchas personas —como es el caso de estas que me comenta don Yeisoncontinúan trabajando la tierra, incluso sin recibir un salario normal. Es la forma solidaria y generosa que se exhibe porque los campesinos se complementan entre todos.

Normalmente las flores están cerradas, así es como se venden. Sin embargo, hoy todas están abiertas y coloridas. Camino por el campo mientras las observo: diferentes, únicas. Levanto la mirada, hay mucho ajetreo alrededor. Desde acá se puede observar una mujer que extiende la ropa en un alambre que probablemente ella misma improvisó, escurre trapo tras trapo y lo cuelga mientras tararea “Una aventura es más bonita, si hacemos creer a los demás que no hay amor”. Dos niños corren a su alrededor, supongo que son sus hijos. Ríen despreocupados entre la tranquilidad del viento. Desde otro punto unos hombres aran la tierra bajo el sonido de un radio a todo volumen que dice “¡Azulina 88,4 la más popular!”.

De la tierra que antes salían tallos de flor, se asoman plantas de frijol y tomates. A simple vista no se sabría cómo describir el lugar. Es un cultivo de flor o es un sector agrícola, en realidad es ambos. Mientras dure la situación, los pequeños empresarios del campo se han tenido que reinventar. Un virus llegó para cambiar al mundo y ellos comprenden la necesidad de proyectar su trabajo y de no caer ante las adversidades. Lo llevan en el Adn del campesino.

Mi abuelo solía decir, para atrás ni para coger impulso, así que, si toca empezar de nuevo, se empieza las veces que sea necesario— termina de contarme don Yeison mientras vamos dejando atrás sus esfuerzos plantados en la tierra.

Son más de 100 días que han pasado desde que esta situación empezó. Todos los lugares sociales cerrados, las calles solas, la vida humana limitada por medio de una pantalla y de palabras de aliento que quedan en medio de la vivencia de un virus que ninguno sabe qué consecuencias ha de dejar, más allá de las que ya ha dejado. A pesar de esto, el campo sigue estando lleno de color y vida, es el reflejo del calor del ser humano. Las personas se levantan con el sol caluroso de un nuevo día y se acuestan bajo la tranquilidad de los caminos despejados. Hay una sensación de esperanza que tiene que ver con la calidad del entorno y la humildad del lugar. Hoy más que nunca estoy agradecida de lo que poseo.

PERIÓDICO EL ORIENTE

 

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