Después de ganar mucho dinero, don José se topó con un vaso de mazamorra que le cambió la vida. En 35 años él, jamás había visto en un vaso con mazamorra la única salida para combatir el hambre, el frío de la noche y la agonía de no saber qué hacer con su vida.
Por: Yarhen Franco Durango
Como a muchos, incluso a ´Mazamorro´ como le dicen en las calles del municipio de Rionegro, la necesidad lo llevó a hacer cosas de las cuales ahora se arrepiente. Después de haberlo perdido todo, hasta su familia, nada ni nadie acompañaba a este ambulante de parques.
El frío de la noche se unía al de la mañana que entraba con toda su ansiedad. Hace 19 años, don José, sentado en una banca del parque de Marinilla escuchó a un joven que iba en una bicicleta repitiendo la misma palabra una y otra vez, “mazamorra, mazamorra”. Parecía que no tuviese nada más por decir, y es que era eso, solo tenía mazamorra, era lo único que decía y vendía.
El hambre no daba más espera, don José miró un vaso desechable que estaba tirado en el piso, lo recogió con humillación y tristeza por tener que pedir algo y no poderlo pagar. Se dirigió al joven: – Compañerito que pena, regáleme ahí un poquito de mazamorra-, le dijo don José con la voz quebrada de vergüenza.
-No, en ese vaso sucio no- respondió el joven de la bicicleta –venga yo le sirvo en este- y le sirvió mil pesos de mazamorra en un vaso limpio. Esos mil pesos le abrieron no solo el estómago sino también la mente a don José para pensar en algo que podría cambiar su vida hasta el sol de hoy.
Con gran fuerza en la voz, como si aclamara en un estadio a su cantante favorito, don José grita: “Lleve mazamorra, bocadillo blanquiao”, estas cuatro palabras se convirtieron en el pregón de todos los días de ´Mazamorro´, palabras que se escuchan en las vecindades de Rionegro.
Don José vende mazamorra en los lugares donde los carros ni siquiera pueden entrar. José vende en las casas llamativas por su belleza y otras llamativas por su folclor, pero si hay algunas en las que él quisiera que ni un grano de mazamorra cruzara el marco de las puertas, son aquellas en las que la mugre se ve hasta en el recipiente que sacan para servir el claro con el maíz pilado. Aquellas casas hacen que a este hombre de 54 años se le marquen más sus arrugas pronunciadas en la frente y el mentón.
A veces, dice que es tanta la mugre de algunos recipientes que don José tiene que decirle a sus clientes: “vea, eso está muy sucio”. A lo que responden, “no importa, sirva así”. Y, pasando por encima de su ética de mazamorrero sirve en una coca mal lavada y echa cuatro cucharadas que son mil, ocho que son dos mil o doce que son tres mil de mazamorra.
-¿Maizudita o con más claro?- pregunta don José – ¿Va a llevar blanquiao?, tres en quinientos, seis en mil-
-Usted sabe Mazamorro cómo me gusta a mí, maizudita, y sí, deme los seis en mil- responde el señor sin camisa y en sandalias que con solo escuchar la voz de don José a lo lejos ya tiene su olla en la calle.
Don José es imparable, termina con una caneca estando arriba del barrio Quebrada Arriba y baja con la caneca vacía más de 100 escalas. Recoge la otra caneca de aluminio que lo espera llena con 15 litros de mazamorra caliente. Repite el proceso cuantas veces sea necesario para que las casas de la loma puedan comprar dos mil o tres mil pesos de mazamorra, combinarla con leche o agua leche y blanquiao a la vez que se llevan una cucharada de maíz pilado a la boca.
Los mazamorreros son muchos, hay de diferentes sectores y diferentes sabores de mazamorra. ´Mazamorro´ es el único que vende en este lugar, y es que no todos los vendedores de mazamorra se le apuntan a ir a los barrios donde la violencia es casi tangible y los robos son pan de cada día. Él se le mide a vender en aquellos barrios donde no llega ni la policía, pero sí tiene que llegar la mazamorra para ser el acompañante del almuerzo o, el plato fuerte en el algo de las familias del sector.
Otra vez el “lleve blanquiao, mazamorra, bocadillos”, la gente sale, le grita, le dice que espere y que no se vaya tan rápido, que “uno es buscando la olla y ya Mazamorro está en otra cuadra”. Es así, don José grita, una, dos, tres veces, sirve y se va, no puede esperar, tiene que gritar y gritar para que la gente sepa que está cerca y estén preparados. No espera mucho tiempo, mientras atiende abajo, arriba ya está la señora con la jarra en la puerta y como él mismo dice, “uno no puede dejar esperando la clientela”.
Aunque son las 12, el sol no abrió con toda su potencia, no hace mucho calor. Esto no pasa todos los días, hay semanas enteras en las que don José se tiene que levantar lloviendo o haciendo sol, caminar con 15 litros de mazamorra en la mano, ladeado y haciendo equilibrio con la otra mano cargada de blanquiaos y bocadillos. A medida que avanza, el nivel de maíz pilado con claro baja hasta que restan unos cuantos maíces que con una cuchara son recogidos y tirados en el pavimento para alimentar a las aves.
´Mazamorro´ se preocupa por todos, disfruta viendo las palomitas alimentarse y está seguro de que, así lo pueda vender, ese último poquito ya lo tiene reservado para las palomas.
La gente admira la labor que hace de alimentar los animalitos y también, admiran su caballerosidad y respeto. Con un “buenos días”, “¿cuánto le sirvo?”, “¿cómo le gusta más?” y “vea el cariñito para que me siga comprando”; así don José engancha a sus clientes, es tanto que la gente espera otros dos días a que don José vuelva a subir para comprar.
Algunos le dicen “oiga, ¿usted no se rebaja mucho vendiendo mazamorra?” a lo que él responde, con ese tono alto de voz que lo caracteriza “y por qué me voy a rebajar, yo estoy ganando plata y, legalmente madrecita, a mí en la mazamorra me va bien”. Don José atribuye la bendición de su trabajo a las oraciones que todos los días a las cinco de la mañana hace a Dios. Le pide que lo guarde, que le permita vender las seis canecas que compra por doce mil cada una y le pide a Dios que le cuide bastante la voz, él sabe que su voz es su más valiosa herramienta.
No teme a que le roben, pero a lo que sí le teme es a quedarse sin voz. Por eso se hace bebidas y jarabes para cuidarla: mango con cebolla de huevo y penca; vitaminas en tiendas naturistas para fortalecer sus defensas; agua de panela bien caliente con limón y miel, y así… Esas son sus rutinas de cuidado para mantener fuerte ese vozarrón que, si quisiera, podría ser la competencia de un tenor de música eclesiástica.
Este señor de 170 centímetros de altura, anda de afanes, de puerta en puerta gritando y sirviendo mazamorra.
Cuando hace una parada, grita con más fuerza; respira profundo; sostiene el aire en el diafragma; pone su mano derecha a unos cuantos centímetros de su boca, pone juntos los dedos y suelta, suelta el aire sostenido en el estómago que sale al pronunciar tres palabras. Las mismas que le han dado comida, techo, ropa, vivienda y una moto por más de 19 años, aquellas tres palabras que lo llevan a recorrerse casi todo el municipio son las que no le permiten mirar atrás, las que no lo dejan volver a la vida que llevaba antes. Esas palabras son: “Mazamorra, bocadillo, blanquiao”.