LOS ZAPATOS
Al cuarto día de sufrimiento, en horas de la noche, o para ser más exactos, a las nueve, Rufino tomó la decisión de confesarse con su esposa, la muy abnegada y devota Tulia Luisa, catorce años menor que él, un taxista pobre, un ganapán de los miles y miles de antioqueños que buscan la yuca a través de las bulliciosas calles y los peligrosos barrios de Medellín.
-Podríamos ser ricos, Tulia.
La mujer lo examinó de pies a cabeza. Estaba más flaco que el día anterior y más arrugado que una semana atrás. Lo conoció tímido, melancólico, iletrado, pero así lo quiso, con ese amor de mujer casera salida de las montañas de algún municipio cafetero del Suroeste. Con él se casó y con él había tenido de todo aquello que el pobre resignado aspira a tener, con la excepción, eso sí, de un hijo. Por algún capricho de la naturaleza, no eran padres de familia, y eso estaba bien para los dos. Se querían tanto que no necesitaban nada más para sentirse satisfechos.
-¿Todavía sigues enfermo, Rufino?
Su instinto femenino le había dicho en los últimos días que su marido no andaba bien de salud. Se le veía caminar por la casa de un lado a otro, fumando nervioso y pensativo. Ella esperaba que en algún momento le explicara su conducta.
-Me dejaron algo en el taxi
Varias veces había encontrado objetos olvidados en su descascarado y vetusto taxi y esas mismas veces los había devuelto, así que la mujer, un poco ocupada con sus pensamientos frente al televisor, no se alarmó ni vio en aquella frase nada que le hiciera interrumpir su interés en la novela.
-Otro celular viejo, supongo.
Creía suponer bien. Con eso de la tecnología de bolsillo era difícil encontrar persona alguna que no hubiera dejado caer u olvidado un teléfono celular en algún sitio de la ciudad. Es un objeto que se lleva a todas partes y lo mismo entra a una cafetería que a una iglesia, un cementerio, un baño público o un taxi; y si se guarda en el bolsillo de atrás, como lo hacen a menudo los chicos y chicas de nuestros días, puede terminar bajo la silla donde posaron las asentaderas.
-¡Dólares, Tulia, dólares!
Al escuchar la palabra dólares la mujer sintió algo que ni ella ni el que lo narra pueden describir con claridad. Se giró con brusquedad hacia la sudorosa cara de Rufino, que comenzaba a respirar más tranquilo, después de desembuchar el taco que no lo dejaba dormir bien, y su voz fue una especie de grito ahogado.
¡¿Qué?!
Y Rufino, uno de los taxistas más pobres del Área Metropolita, el hombre puntual, honrado, creyente, responsable y buen esposo, recostó su cabeza sobre el pecho mustio de su esposa y le contó al detalle lo que hacía mucho rato quería decirle pero que no se atrevía porque quién sabe, Tulia.
Que había madrugado a las cuatro como todos los días. Que se había duchado y vestido como siempre, esa vez con la camisa de manga corta y cuadros rojizos, el pantalón viejo que le regaló el suegro y los zapatos comprados no recuerdo cuándo y que ya no tienen suela y empiezan a dejar filtrar el agua lluvia. Que se tomó el mismo café con arepa y mantequilla y un pedazo de pan que encontró sobre la nevera. Que se cepilló, que le dio el beso al rostro aún dormido de ella, y que salió a encender la chatarrita para ponerle la frente al sol.
Y que a eso de las cuatro de la tarde se le apareció la fortuna vestida con traje de mujer madura, rubia y elegante que, cosas de la vida, o del afán, se trepó a su vejestorio automóvil sonriente y le pidió llevarla a uno de los barrios más bonitos de la ciudad, Tulia. Después de eso, o sea después de acarrearla hasta su moderno edificio de apartamentos, el pobre Rufino se desentendió por completo de la dama hasta cuando, media hora después, arrimó su carcacha a un ventorrillo de mala muerte para tomarse un refresco, y ahí fue, Tulia. Ahí fue cuando, al dar un giro en reversa, vio el envoltorio en el asiento trasero.
Le dijo que a duras penas se tragó la gaseosa, porque la curiosidad era más fuerte que la sed. Así que se encaminó por una callejuela solitaria, esquivando a los que levantaban la mano para que se detuviera. No, Tulia. Era muy duro, bajo aquel estado de nervios, trabajar más. Entonces se detuvo a las afueras de un hacinamiento de desplazados, se bajó del taxi y con mucho disimulo abrió el paquete. Son dólares, Tulia, aquí los tengo bajo el colchón, y después de todas estas horas de angustia ya decidí que me quedo con ellos, qué le parece.
Ni su pobreza franciscana, ni las ambiciones femeninas, tan naturales en la mujer de esta época, por no decir de todas, ni el atractivo color de los números verdes y abultados plasmados en los billetes, y ni siquiera la vejez y el mal estado de los zapatos de Rufino, lograron torcer la férrea conducta santurrona de Tulia Luisa en aquella noche de confesión.
-Devuélvalos, Rufino. Ahora mismo. Somos gente honrada y creyente. Esa señora sabrá agradecerle y, si es cristiana como nosotros, le dará su buena tajada.
La noche fue de fiebres y duermevelas. El pobre hombre se vio por momentos más arruinado de lo que era, en otros tuvo la sensación de que era un potentado en traje ejecutivo que se hacía lustrar su nuevo calzado mientras lo esperaba una caterva de viejos amigos para celebrar su cambio de estatus. Y así transcurrió esa pesadilla intermitente hasta que fue interrumpida por un destartalado reloj que lo puso frente a la cruda realidad de tener que salir a buscar la dirección donde moraba la dueña de su fugaz fortuna. ¡Maldita sea!, gruñó, pero de inmediato pensó en las palabras de Tulia, se echó la bendición y miró al cielo con un gesto de arrepentimiento.
No le fue difícil dar con el edificio, su memoria de taxista lo llevó donde la mujer del olvido un poco antes de las ocho, no fuera a ser que se hubiera ido temprano a sus quehaceres. Después de oprimir el timbre por segunda vez, la puerta se abrió, y la dama, que parecía andar con apuros, lo miró primero con curiosidad pero al momento, como volviendo de un sueño, le sonrió tímidamente antes de balbucir no puedo creerlo, entre usted, me quedan algunos minutos.
Y Rufino volvió a desayunar, esta vez en casa de ricos, en una vivienda tan lujosa como jamás le había pasado por las mientes. Y en una pausa que se dio entre tostada y tostada, pensó que había hecho mal, que si se hubiera quedado con aquel fajo de dólares, ese pecadillo no les hubiera hecho mayor cosa a estos ricos de mierda. Se arrepintió de nuevo, esta vez escuchando a la mujer que le preguntaba si tenía hijos, no los tengo, pero seguramente tiene esposa, claro que sí señora, es muy buena mujer, una santa. Yo ya no contaba con recuperar ese dinero. Pero pensé que si caía en buenas manos, era obra de Dios, yo también soy muy creyente.
Y el desgraciado Rufino la vio correr de un lado a otro como buscando algo, mientras él sudaba por el calor que le produjo el chocolate recién batido y las tostadas con queso y mantequilla. Espéreme un momentico, ya no sé dónde pongo las cosas. La dama buscó en vano algunos billetes en pesos para pagar aquel gesto de extraña honradez, pero no los hubo en ninguno de los rincones del amoblado apartamento. Pensó en las alhajas de su marido, no importa, al fin de cuentas fueron cien mil dólares. Pero no encontró las llaves para abrir el cofre. Se las ha de haber llevado ese bendito. Y de pronto recordó la facha descuidada de Rufino, su camisa desteñida, sus pantalones a medio planchar y los zapatos desgastados. Esta gente es muy pobre, pero bueno…ojalá le sirvan. Mi marido no se enojará.
Rufino se despidió de la mujer con una sonrisa de agradecimiento mientras apretaba bajo el brazo una bolsa reluciente que contenía una caja de cartón sellada. Nuevamente la curiosidad lo llevó a un callejón donde detuvo el vehículo y rasgó el empaque de su recompensa. Sonrió una, dos, tres veces. No de alegría, no de tristeza. Sonrió de ironía y se burló de él, de su honradez inútil, mientras elaboraba la mentira piadosa que allá en la cocina, al aroma de un sencillo almuerzo de pobre, le dijo a Tulia. Esa mentira que la mujer oyó con los ojos húmedos y que no le creyó pero permaneció callada para no herir a ese marido de corazón noble.
-Gracias, cariño. Otro se habría comprado sus propios zapatos y me habría traído cualquier golosina. Pero usted prefirió gastar los pesitos que le dio la buena señora en estos botines costosos que mañana mismo pienso estrenarme. Y selló su frase con un cálido beso en los labios de Rufino.
Por: Alfredo Velásquez-Nieto