Por: Mariana Muñoz Jiménez
La economía de La Ceja del Tambo depende de la agricultura, con productos como tomate de árbol, plátano, mora y café; la ganadería, con una producción cerca de 70.000 litros de leche por día; la floricultura, con más de quince empresas cultivadoras y comercializadoras de flores; la industria, con compañías avícolas, cerrajerías, microempresas de confecciones, ebanisterías y colchonerías; y establecimientos comerciales como restaurantes, cafeterías, bares, papelerías, estanquillos, almacenes de ropa, misceláneas…y, aunque estos sectores suministran la principal fuente de empleo para sus habitantes, gran cantidad de personas trabajan en la calle o de manera independiente por factores como edad, falta de experiencia y formación.
Arnoldo de Jesús Valencia Ocampo, más conocido como “Tipo”, escogió un andén en la parte inferior del parque principal del municipio, a media cuadra de la Basílica menor de Nuestra Señora del Carmen, para dedicarse a embolar zapatos. Hace doce años, mientras observaba a uno de sus colegas, decidió dedicarse al oficio y pasó de trabajar como oficial de construcción a ser embolador empírico. Acompañado de una caja para limpiar zapatos, una butaca, un cajón que utiliza para guardar herramientas y “La Mona” (una perra criolla color dorado que no lo desampara), se dedica de lunes a domingo a lustrar zapatos.
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Fue criado en una vereda llamada “Alto de la Sabana” (ubicada a dos horas y media del pueblo de Sonsón) por una familia campesina católica. Su padre, Bernardo Valencia Gonzales, se dedicó a la agricultura y, su madre, Aquilina Ocampo Ocampo, a las labores domésticas, es recordada por la sazón de sus fríjoles y “a pesar de su baja estatura y poco peso corporal tenía la fuerza de levantar cincuenta kilos de panela como cualquier hombre”, dice Arnoldo.
Durante sus primeros años de vida, se dedicó a ayudarle a sus padres en la finca donde vivían como mayordomos y, debido a que estaban pasando por problemas económicos, sus padres decidieron trasladarse para La Ceja, cuando él tenía 8 años. Aunque vivieron también en una finca y sus padres desempeñaban las mismas labores, fue difícil acostumbrarse a la zona urbana. A esta edad, Arnoldo comenzó a estudiar en el colegio “Justo Pastor Mejía”, donde cursó hasta segundo grado de primaria. Se retiró porque, según él, “estaba hecho para otras cosas” y siguió ayudando en los qué haceres de su casa.
Su madre falleció de cáncer pulmonar, cuando él tenía veinte años, y su padre murió cinco años después de un infarto en el corazón. Esta pérdida fue irreparable y recuerda que de ahí en adelante no tuvo apoyo del resto de su familia.
Su primer oficio fue de cotero, donde tenía el deber de cargar objetos pesados y descargar camiones. Gracias a esto, tuvo la posibilidad de conocer Rionegro, Medellín, El Retiro y Santa Fe de Antioquia. Seis años después, comenzó a desempeñarse como oficial de construcción en el municipio con su ex jefe Gerardo Álvarez, quien describe a “Tipo”, como “alegre, disciplinado y responsable” y con quien Arnoldo vive eternamente agradecido por ayudarle a construir una casa propia, aunque nunca le brindó prestaciones sociales. Después de levantarse a las 5:00 am y trabajar diez horas diarias durante veinticuatro años, se sintió agotado no solo por la rutina sino también por el bajo salario y decidió ingresar a una empresa, pero no tuvo posibilidad de ser contratado, debido a que superaba los cincuenta años, así que perdió la esperanza de pensionarse algún día.
Decidió entonces trabajar de manera independiente embolando zapatos y al cabo de un tiempo se convirtió en uno de sus placeres a pesar de que al principio lo hacía por obligación. La experiencia que ha adquirido en doce años se evidencia en la rapidez de sus movimientos cuando enrolla en su mano un trapo viejo y medio roto con el que procede a brillar los zapatos, después de aplicar el betún y frotar el zapato con el cepillo durante varios minutos. Mientras los limpia, dice:
– ¿Cómo desinfectan los pastusos el agua?
– La tiran del décimo piso para que se maten las bacterias.
Y sube uno de los pies sobre su cabeza para hacer reír a los presentes hasta finalizar su labor.
Prefiere estar al aire libre y no le gusta ubicarse en establecimientos para no estorbar y, a diferencia de los otros ocho emboladores que trabajan en el parque, permanece en el mismo sitio. Sin embargo, en lugar de caminar por todo el pueblo buscando clientes, se la pasa tomando tinto en las cafeterías y conversando con la gente, como dice uno de sus amigos: “Ese guevón anda más que un perro con tres guevas”. Así que deja sus herramientas de trabajo y sus amigos, viejos solitarios que suelen ir al parque diariamente o alcohólicos que no tienen donde vivir, cuidan sus herramientas y van a buscarlo en caso de que llegue algún cliente.
Lleva treinta años bebiendo alcohol durante todos los días del año, y aunque después del medio día quien lo frecuenta lo ve ebrio, insiste en que ha disminuido el consumo y ha intentado dejarlo completamente. Su trago preferido es el “Whisky de los pobres” o “JGB” como otros lo llaman, que en realidad es alcohol etílico con jugo de naranja o Coca Cola. Y a pesar de que cada media hora manda a alguno de sus amigos a comprar un cigarrillo, afirma que solo fuma cuando toma y no se considera adicto al pitillo. Asegura, además, que, aunque lleva tomando media vida, hasta ahora no le ha hecho daño ni ha sufrido de ninguna enfermedad.
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Hace cuarenta y cuatro años conoció a Bernarda Osorio Marulanda, “su esposa”, con la cual vive en unión libre en el barrio “Tahami”, a cinco cuadras de su trabajo. La conoció cuando él tenía veinte y ella tenía diez y seis. Tuvieron doce hijos (diez hombres y dos mujeres) y a su vez ocho nietos. Todos sus hijos terminaron el bachillerato, pero ninguno ingresó a la universidad porque, por un lado, no tenían la capacidad económica y, por otro, prefirieron dedicarse a trabajar, así que actualmente todos laboran en floristerías. Arnoldo manifiesta que tiene una buena relación con ellos, aunque los ve pocos días a la semana y ninguno se acuerda de su cumpleaños. Aunque con su esposa la relación es más complicada, cuenta que cuando le saca la ropa a la calle cada vez que llega ebrio, el siempre responde: “Si está aburrida, váyase usted porque yo acá estoy muy contento”.
Su esposa sabe que Arnoldo no se amaña en su casa y acabó por aceptar que él es se siente mejor trabajando, además, como ella afirma: “trabaja para llevar la comida a la casa y pagar los servicios públicos”. Además, lo describe como una persona seria, pero llena de alegría.
En su casa no se celebran las fechas especiales, excepto navidad. Ponen luces en toda la casa y, Arnoldo menciona que en fechas como el 24 de diciembre. Le gusta llevar para su familia un pollo asado, medio bulto de papa, una paca de arroz o una paca de panela. Además, afirma que en su casa no hay abundancia de comida, pero no puede faltar el sancocho.
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Cuando el reloj marca las 8:00 am, el hombre de tez morena apenas pegada a los huesos y voz gruesa ya está en su puesto de trabajo con la esperanza de que llegue algún cliente. Por lustrar unos zapatos cobra $3.000 y afirma que en un día promedio puede ganar entre $20.000 y $30.000, excepto los días de lluvia. Lleva en sus parpados caídos el peso del esfuerzo de nueve horas diarias y más de cuarenta y dos años de trabajo, y en su boca, una sonrisa de oreja a oreja que comparte con sus clientes y los que no lo son. Sostiene que vivirá en el municipio hasta el día que se muera con su caja de embolar. Su deseo es ir a conocer el mar con toda su familia, pero está consciente de que el dinero que gana solo le alcanza para sobrevivir y no puede darse esa clase de lujos, así que se conforma con el sinnúmero de experiencias que ha tenido en su pueblo. Con sus dos manos arregla el cuello de su camisa abierta y dice sin titubear: “Acá estoy bien, me mantengo feliz y contento”.