Cultura y cotidianidad: ¿posible amasijo?

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La cultura, esencia y eje de la existencia colectiva

Algún lector podría decir: ¿cultura? ¡Qué pereza, qué tema tan “peye”! Y es que la palabra aparece en el “jarto” escenario del tedio y el bostezo, donde para muchas personas lo que se le parezca huele a aburrición. ¿No será más bien que en varios espacios de nuestra vida, debemos replantear algunos conceptos y otorgarles sentido, incorporándolos remozados, coloridos, vitales y alegres?

Mario Augusto Arroyave color
Mario Augusto Arroyave

Cultura es noción de extenso alcance, pero de esquiva y escurridiza aprehensión. Además, hay queja generalizada por su escasez…“!Qué falta de cultura!”, se dice cuando algo anda mal por culpa de la actitud irracional de las personas. La palabra sirve en forma oportunista a la ocasión y al interés, se distorsiona, se prostituye, de desborda. ¿Qué es cultura?, ¿para qué sirve?, ¿de qué hablamos cuando hablamos de cultura?, ¿cómo hacerla parte fundamental y notoria de lo que hacemos, de cada día, de la cotidianidad, de la alegría y la celebración, del trabajo, las relaciones, la alimentación, las conversaciones, el sexo, el descanso, el ser, todo?

Muchas preguntas a las que habría que agregar la idea que cada uno tiene de cultura. Vale la pena insistir en cuál es la dimensión conceptual y referencial que alcanza a tener esta palabra, si cada vez que se pronuncia aparece gris, en un nivel de confusión y desvanecimiento. Las palabras van perdiendo sentido cuando se usan para todo, para nombrar a conveniencia y sobrecargar el lenguaje.

Las palabras con mayor amplitud son las más abusadas. Amor, por ejemplo, pasa de ser un acto sublime a nombre de un cliente en un almacén. Se envilece y degrada. Así mismo, cultura podría ser la más alta manifestación del encuentro de una sociedad con sus principios fundamentales, la exaltación de todo aquello que propicia un enriquecimiento alrededor de valores y cualidades, o puede ser también, simplemente un vicio, una degradación del comportamiento humano. Por esta razón, se habla de “la cultura del narcotráfico”, o una también muy fea, ahora cada vez más frecuente, “la cultura de la corrupción”, para justificar el asentamiento o posicionamiento de prácticas nefastas y pútridas de nuestra sociedad. En últimas, todo es así cuando se quiere minimizar lo incorrecto, porque “es un asunto cultural”.

Sin embargo, no todo el panorama es tan oscuro. Al menos, desde el 7 de agosto de 1997, momento a partir del cual tenemos en Colombia un Ministerio de Cultura y se ha permitido contar desde entonces con una “Ley General de Cultura”. Pero, ¿para qué le sirve a un ciudadano común esto? Volviendo a su definición, según la aproximación más wikipédica, es “un término que tiene muchos significados interrelacionados algunos de los cuales fueron compilados en una lista de 164 definiciones”. No obstante, agrega que “es el conjuntos de saberes, creencias y pautas de conducta de un grupo social, incluyendo los medios materiales que usan sus miembros para comunicarse entre sí y resolver sus necesidades de todo tipo”, Wikipedia.

Si asumimos que es así, entonces tendríamos que decir que la sociedad debe volver su mirada al papel tan importante que cumple la cultura como esencia y eje de la existencia colectiva. Dicho de otra manera, la política debería entenderse como un ejercicio fundamentalmente cultural, y desde allí, establecer todas las estrategias que permitan su plena ejecución, íntegra, amplia, eficiente y suficiente. La realidad es otra, lo sabemos, y no ha habido quién le diga a nuestros dirigentes que si bien, en muchos casos, su tarea está llena de buenas intenciones (como el infierno), la esencia cultural de la política no ha sido asumida como tal, siendo en la realidad, y en la mayoría de los casos, un término distante, ausente, ignoto.

Según la Ley General de Cultura, ésta representa “el conjunto de rasgos distintivos, espirituales, materiales, intelectuales y emocionales que caracterizan a los grupos humanos y que comprende, más allá de las artes y las letras, modos de vida, derechos humanos, sistemas de valores, tradiciones y creencias”.

Así pues, la realidad al poner los pies en la tierra es otra, y ante la ausencia de sentido y significado, la cultura queda dispersa y abandonada en un territorio de ambigüedades. Todo cuanto se le asocia se vuelve mera decoración, como el conjunto de cuerdas en el preámbulo de los actos oficiales, o la banda sinfónica en conmemoraciones, inauguraciones y discursos. Si es “falta de cultura” la irracionalidad, también lo es el acto reduccionista de creer que cultura es un curso de pintura para niños o unas clases de música, o de bailes típicos, o varios “peludos” generosamente patrocinados para que voleen melena. Bajo esa mentalidad, la casa de la cultura es sede alterna de actividades político administrativas, recinto donde (gente rara) convoca reuniones de sospechoso contenido, lugar al que se asiste cuando hay que maquillar la menesterosa apariencia de algunos funcionarios y sede de un gasto inoficioso que debería ser objeto de riguroso seguimiento, control y siempre, la posibilidad de echarle tijera.

Si le damos un giro al concepto y se ubica en su justo lugar (casi utópico), sería entonces prioritaria la formulación de una política cultural en lo local, regional y nacional para asegurar su existencia digna. Tendríamos la cultura adosada al buen comportamiento ciudadano desde el sentido común y no desde las acciones represivas, tendríamos cultura política y daríamos valor esencial a cada acto de construcción de ciudadanía, a la transmisión de saberes, a la tradición, las creencias, el lenguaje, las costumbres en el vestuario, la vivienda, la alimentación. Daríamos valor fundamental a la música, el teatro, la poesía, la literatura, la danza, la espiritualidad, las celebraciones, la producción audiovisual, el carnaval, el pensamiento y la idiosincrasia, la diversidad, la narración oral, el mito y la leyenda, los museos, los imaginarios, el paisaje, el patrimonio arquitectónico, las redes sociales, los objetos contenedores de memoria, los oficios, la diferencia, los valores étnicos y raciales, la jerga y el argot, el dicho y el refrán, el tejido social, el arte y un largo etcétera que constituiría una idea menos estigmatizada de la gente de la cultura, junto a una cultura popular mejor vista, desenredar y reorientar la desprestigiada cultura de masas, así como trascender con la atomización del término en la interculturalidad, la transculturalidad, los derechos culturales, los estudios culturales.

La actual formulación de los planes de desarrollo municipal seguirán dejando el tema cultura como tangencial, y seguirán desconociendo el valor esencial para la construcción de región. Los planes municipales de cultura parecen una nave quimérica de sueños. La miopía impedirá de nuevo entender esta clave: gobernar con y desde la cultura podría cambiar el rumbo histórico de nuestros pueblos hacia verdaderos y positivos valores de consolidación social, basado en el respeto, la memoria, la identidad, el patrimonio, la creatividad, la sostenibilidad ambiental… y también, la seguridad, la equidad, el progreso, la gobernabilidad.

Solo si la cultura se entiende como soporte de la sociedad y de su historia, como trama y urdimbre del tejido social, en la valoración de las relaciones entre ciudadanos y en el fortalecimiento del ejercicio político, base y eje de las decisiones innovadoras, creativas, solidarias para que todo derive en una cultura de la paz, de la tolerancia y del mejor concepto de desarrollo, cada ciudadano será actor y protagonista y la cultura, piedra angular en el futuro del país.

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