El Rincón de los Cuentos … LA FACHADA

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A las cinco y treinta minutos de la madrugada sonó el reloj despertador. La maestra de Física se soltó de los brazos de Morfeo con el corazón batiente y renegó. ¡Otro pendejo día de trabajo! Pero no era día de trabajo. Era sábado y ella lo vio después de algunospROFE segundos. Menos mal, pensé que tenía que volver a ver a esas…Cortó la frase y pensó en la hora. No sé por qué olvidé desprogramar el reloj. Bostezó con pereza y volvió a cubrirse con las mantas, dispuesta a dormir otro tanto, y con la esperanza de verse amada, así fuera solamente en sueños.

Los peores pecados que había cometido en sus treinta años de existencia la señorita Rosenda, como detestaba que la llamaran, eran, según sus propias palabras, haber nacido bajo un signo nefasto para el amor, y haberse dedicado a la poco agradecida labor de transmitir sus conocimientos a una humanidad todos los días más difícil, y casi siempre a mujeres, que era lo que más le dolía. Pero conmigo todas pierden ¡carajo!, solía decirse y decirles cada vez que recordaba sus apetitos de amor utópico y los años que se le iban acumulando en el cofre de su insignificante existencia. Ese maldito tiempo que a paso ligero vetustea el ánimo y arruga el pellejo.
Y todas perdían Física, pero algunas ganaban después cuando, ya harta de ruegos, promesas, lloriqueos y lágrimas, la maestrica les subía ese dos punto noventa y cinco a tres punto uno para que no se notara que habían pasado demasiado raspadas.
Jamás hubo ciencia tan imposible de aprender como la Física, y nunca antes de la dictadura de la maestra Rosenda se vieron tantos muertos, heridos, rasguñados y maltrechos en un salón de clase.
La maestra Rosenda no era fea, en el sentido exacto de la palabra, pero tampoco ejercía atractivo alguno que pusiera en riesgo la libertad de un hombre. Era pulcra en el vestir, un poco exagerada en polvos y pomadas para la cara, pero lo que llamaba la atención de quienes la rodeaban era el alboroto de anillos, pulseras, gargantillas y dijes con que sazonaba su cuerpo, y no eran de oropel, eran de oro puro y piedras preciosas. Para que vean que, aunque sola, no por ello voy a dejar de darme brillo. ¡Estúpidas!
Empezaba su mandato a las ocho de la mañana y a las cuatro de la tarde estaba en casa haciendo lo único que sabía hacer aparte de colocar unos en Física, acariciar un gato que la acompañaba, mientras hervía el café sobre la estufa.
Luego se gastaba unos minutos leyendo un par de páginas de alguna novela de amor, para terminar después gimiendo por esos hombres que pasaron veloces por su vida, y por lo que pudo haber sido y no fue, porque los hizo aburrir con ese no sé qué tan profundo que tienen ciertos seres para no atraer a nadie.
Un solo hombre, de nueve que pretendió, se atrevió a sacrificarle un mes de su vida, quizá tentado por el brillo de sus perendengues y los afeites de su rostro que la hacían ver una mujer con cierto toque de distinción. Sin embargo, a los treinta días desapareció como alma que lleva el diablo, con el argumento de que nunca en mi vida me había topado con una mujer tan insípida y aburrida.
Esa vieja es una acomplejada, dijo. A los hombres nos quiere doblegar y a las otras mujeres que le parecen muy atractivas las quiere aplastar con la fuerza de su envidia. Haría bien yéndose de capuchina.
Otro la llegó a calificar de virago, por no ver en ella nada más que una enfermiza inclinación al mando.
Es como si uno estuviera viviendo con un depravado sargento del ejército, comentó. Y no se puede compartir la cama con una mujer-bolillo.

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A las siete de la mañana despertó de nuevo. Suspiró profundamente y se secó con la manta sus ojos llorosos. En ese pequeño intervalo de sueño tuvo el tiempo suficiente para conocer a un hombre, como ella lo deseaba, sin compromisos, sin voluntad propia, sumiso, todo un mequetrefe al que por fin lograba someter a su antojo. Ella era la que ponía las condiciones. Ella la que establecía los horarios de alcoba y las citas de amor. Ella la que decidía quién ganaba y quién perdía la materia que le iba a dar, la otra Física que tampoco se puede aprender muy fácilmente, porque requiere de esas destrezas que a pocos han sido dadas, pero terminó el sueño y los sueños son lo que son, sueños, así que de aquella aventura única sólo quedaban las lágrimas que ahora se enjugaba con rabia contenida. ¡Maldita vida!, murmuró. Se levantó de un salto y se miró frente al espejo. Parezco una bruja, dijo secamente. Ahora sí me estoy viendo fea y vieja. Levantó las cobijas en busca del gato, pero el animal no estaba. Buscó bajo la cama y tampoco estaba allí. Se dirigió a la cocina en su busca y el gato no aparecía. No lo halló en el patio ni en el sótano, ni en ninguna parte de la casa. También se aburrió conmigo, se dijo, y luego agregó: ¡Que el diablo cargue con él, felino de mierda!
Al mediodía ya la decisión estaba tomada. Cogió un arrume de exámenes que tenía para calificar y los tiró a la basura. Así está mejor. En resumidas cuentas, todas pierden, concluyó. Se vistió de cualquier manera. Dejó tiradas las joyas en un rincón. Abrió la puerta de la calle y se perdió entre la gente con dirección incierta pero con la firme idea de no ser más la maestra Rosenda, aunque siguiera siendo por los siglos de los siglos una pobre desmaridada que se pasó buena parte de la vida amargada y amargando a sus pupilas con sus teoremas indescifrables y sus exámenes de menos de tres, esos que ya no torturarían a las estudiantes porque al fin tendrían, a partir de ya, la oportunidad de ganar Física.
Por Alfredo Velásquez-Nieto

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