Por Álvaro Idárraga Alzate
Yo era un viejo agricultor en tierra ajena, como buen llanero me gustaba más la joda con el ganado pero como no lo tenía, hacía la lidia en la huerta sembrando en un pedazo de suelo prestado, así fui levantando a mi familia en medio de la gran llanura, las vacas, la yuca y el platanal. De niño cargaba agua en un burro para vender y mercar.
Me consideraba valiente porque me hice a una buena mujer y media docena de hijos, me dijeron que volvía la violencia de los tiempos de Bolívar y no lo quise creer porque consideré que esos muertos iban muy lejos y no se conoce de ninguno que haya vuelto ni a traer gente ni a contar su historia ni a llevar más gente pero cuando se dio la masacre de Mapiripán y otras que regaban por los radios y televisores, me entraron por los oídos y los ojos, desfiles de humanos amigos buscando dónde refugiarse. Me habían advertido que tenía que abandonar el campo pero no había a dónde marchar o qué camino coger.
Cuando sonaron los primeros rafagazos en mi vereda, venidos del monte, marché en corriendas pa’l pueblo porque eso era verdad. Cogimos el camino de trocha angosta y de barro; por el banco de Purare cruzamos esteros, lagunas, ríos con selva, caños y cercas, ni el Pui con su fiereza pudo contener nuestro miedo. Atrás dejamos las tierras del venado donde abunda el cuche y el cafuche, el chácharo y el chicamo viviendo entre tantos animales de monte donde el alimento abunda para todos.
En el pueblo di con un hombre a quien le pedí trabajo. Vaya pensando qué oficio está de moda –me dijo- y métase a eso. Estaba la guerra encima, había muertos por recoger, tal vez eso me animó a hacerme nombrar como el sepulturero del pueblo, el cura aceptó mi propuesta, luego me llevó al sembradero de muertos que como agricultor de experiencia, observé el campo santo con mirada de obrero y me pareció buena tierra, buen empleo, lo demás vendría después.
Hundiendo el primer masacrado lloré más que toda su familia junta, era mi amigo, me sentía en un hoyo más hondo que la fosa cavada para ese difuntico; después iban entrando con más y más cuerpos lacerados, no sabía de tanatopraxia, cosa que no fue impedimento para ayudarle a los médicos a preparar, maquillar y exhibir aquellos cadáveres que por dinero o por razones sociales había que presentarlos al público antes de echarles tierra encima.
Me decían que no todos mis pacientes venían de la misma fuente; si bien unos traían marcadas torturas, con ahogamiento mecánico, otros presentaban disparos con golpe de gracia, mutilaciones, mujeres y hombres violentados sexualmente; en fin cualquier vejamen imaginable. Poco a poco, después de acostumbrarme a sentir menos el dolor ajeno, me fui adaptando al oficio. Me fui sintiendo mejor con el título de sepulturero. Dije que mis clientes venían de diferentes fuentes por tratarse de tres o más grupos armados con intereses diferentes, los encargados de cometer toda esa clase de atrocidades, -yo por ahora tengo trabajo- me decía esperando difuntos en la puerta del cementerio, con cierta tranquilidad.
A un gran amigo mío, le obligaron a ir caminando hasta la puerta del cementerio donde yo esperaba muertos, allá llegó a saludarme y despedirse a la vez. Me puso triste el ver cómo lo fusilaron mientras llamaban a su esposa e hijos a que presenciara el entierro instantáneo y en directo. Sentí mucho dolor al día siguiente al ver a toda aquella familia por las calles pidiendo la limosna después de que quien ponía el sustento había sido pasado por las armas sin explicación alguna.
Empecé enfermarme como de nervios antes de tiempo, temeroso de perder mi empleo por sentimentalismos y salud afectada por el frío de la muerte que ya corría por mis venas impidiéndome operar con eficiencia, hice el juramento a Dios de no volver acompañar en el dolor a nadie, ni llorar, ni compadecerme de historias de vida ni de muerte alguna; eso sí, acompañarme de fuertes tragos de licor antes y después de cada sepelio para poder sobrevivir. En esto último estuvo de acuerdo toda mi mundanal humanidad; me decían, celebre cada entierro con trago doble, muera el que muera, desde entonces no volví a llorar hasta hacerme profesional del oficio.
El asunto se me fue tornando inmanejable cuando después de dar cristiana sepultura a un ser no conocido y de cuerpo esbelto y fuertes facciones, me abordaron unos hombres armados a preguntarme: ¿le echó mortaja y tierra? – No señores, lo enterré como venía, como vienen todos los cadáveres a este lugar. Me obligaron a desenterrarlo, vestirlo de gala con mis propios ahorros antes de volverlo a la tumba. En otra ocasión, llevé tres cuerpos a la fosa y pronto llegó la orden del monte “a esos gonorreas los entierra desnudos”, obligándome a exhumarlos, despojarlos de sus vestiduras para volverlos al hoyo en pelota.
Me obligaban a comprar el cajón y la ropa para algunos, poco después llegaba la contra orden: los desnuda y los manda al hoyo. Yo obedecía cada orden al momento sin entrar en contradicciones. Cuando caía un comandante o algo así, me obligaban a vestirlo y hacerle fiesta de mi pequeño salario. Por todo me amenazaban arrimándome hasta la fosa. Cuando ya se me hizo imposible conseguir atuendos para vestir las exigencias de grupos armados con sus jefes caídos en combate o sus amigos, acudí donde el cura a decirle que eso era responsabilidad de la parroquia, al principio me colaboró con unos cuántos, después dijo que se estaba cansando de eso. “A ese hijo de puta me lo entierran en peloto”, me gritó un hombre que acababa de asesinar a otro, así había que proceder.
“A este hombre que enterró de cualquier manera, me lo saca, lo engalana con ropa de fiesta antes de hundirlo en tierra” –entendí que era uno de sus jefes-, volví su cuerpo al suelo y les dije: “Yo soy muy pobre, no me queda dinero pa’ comprar más cajones ni vestidos” –“Usted se desnuda y se acuesta al lado de él para que lo acompañe porque también usted se va” -fue la orden que recibí-. Me desnudé, me acosté al lado del difunto, crucé mis dedos sobre el pecho sin ganas de llorar y le grité al que apuntaba con el fusil sobre mi frente: Si usted me ametralla, ¿quién le enterrará los que siga enviando aquí? Vístase y vaya al oficio que mañana se le va a multiplicar el trabajo pa que sepa desde ya. Esa semana enterré dos hermanos míos sumados a varios amigos y vecinos. Perdí siete parientes que gané para el cementerio. Era mi trabajo. Había que tomar trago y cerveza sin falta yo no podía estar en sano juicio, el trago lo pagaba el vivo, no el muerto, el muerto nunca paga. Jamás podía decir nada de ninguna acción violenta ni de dónde venía el acto pero el sepulturero solía saber más de la manera como se desarrollaba cada caso que los mismos actores de la guerra.
El día que cayeron 23 en Macaguana, debí sepultarlos semidesnudos, al otro día llegó la orden que me obligaba a desenterrarlos, buscarles vestido, cajón y bóveda para todos ellos y dije que eso era responsabilidad de la Alcaldía, acudí a esa oficina y la respuesta fue que no habían recursos. Pasé a buscar ayuda a la Parroquia, en la esquina encontré la razón de que el sacerdote había ordenado el cierre del templo y despacho parroquial por tiempo indefinido y se había marchado a la capital “díganle al sepulturero que defienda como pueda” fue su última recomendación. Uno tras otro iba completando la lista de los 1.327 cadáveres que dejé bajo tierra en este ingrato suelo surcado de dolor y violencia.
El alcalde de nada se enteraba, el cura se liberaba rápidamente de tales estorbos, -como decían- yo recibía la fetidez de todos, algunos tuve que arrastrarlos desde el monte hasta el sepulcro con un lazo en la oscuridad de la noche y empujarlos al hueco con una pala, mi nariz ya no toleraba, sabía que eso era la anunciada guerra.
La revolución, según entendía, tenía que ver con el deseo de unos y otros de llegar al poder, o de sostenerse en él, creo que nada se logró para bien de nadie porque todo siguió igual dando por descontado las consecuencias de tanto crimen y crueldad. Tal vez yo sí, porque al fin alcancé la mínima pensión, me retiré, me liquidaron casi tan mal como a quienes enterré; volvía al campo a comprar un pedacito de suelo que llamo “finquita” y me puse a trabajar la tierra sin problemas con nadie, mis hijos sobrevivientes crecieron.
Ahora estoy viejo y un poco enfermo pero algo tranquilo. Después de todo, no temo ni a los muertos ni a mi muerte. Me quedo con el poco de fortaleza que Dios me reserva para vivir mis restantes días con la familia que me queda en un minúsculo pedazo de tierra perdido en la llanura colombiana.
EL REGRESO DE LAS VÍCTIMAS
Álvaro Idárraga Alzate
Benildo llegó temprano a la carretera a abordar el vehículo, la gente del carro eran también campesinos amigos suyos, habían llegado un poco antes, se acomodaban en las bancas de la colorida chiva que los llevaría al lugar del encuentro, compartían saludos mientras le esperaban. Venidos de diferentes veredas, habían destinado el día para viajar a la reunión de las víctimas de la violencia, una citación que llegaba de una oficina de gobierno en un pueblo lejano, por lo que disponían del transporte y quizá de almuerzo. En el lugar de concentración se encontrarían con gentes venidas de El Prodigio, Agua Linda, Aquitania, Pajuil, La Divisa y de muchos otros remotos lugares de las montañas de Oriente, en su mayoría, dispuestos a contar un poco del dolor y de las atrocidades sufridas por la guerra.
De la guerra se ha dicho mucho y como apunta doña Carlina, “da mucho dolor contar y repetir lo que ya nos pasó, porque eso no tiene paso atrás”. Un asesor explica: “conversando no solamente se llega a acuerdos sino además al aprovechamiento de la palabra compartida que anima y revive y eso de contar las duras experiencias con la confianza que nos brinda el amigo, el compañero, el escucha, ayuda a alivianar la carga emocional; partamos del supuesto de que una carga pesada se lleva más fácil entre dos y entre varios, que uno solo, eso mismo pasa con el dolor personal cuando se comparte, se aligera la carga y ello nos invita a buscar más motivos para vivir”. Con esa motivación, la gente se dio paso a contar sus dolencias.
Era el encuentro para hablar, contar, darle palabra a la vida y vida nuevamente a la palabra “para sanar la herida interior” decía la directora de la Unidad Nacional de Derechos Humanos.
La asistencia al conversatorio fue altamente concurrida, así como la participación. Historias tristes de toda clase de vejámenes perpetrados por grupos armados, hubo lágrimas, poesía de contenido bucólico con el laconismo propio de sus cantores. También hubo momentos de aplausos y reconocimientos por la valentía de quienes allí contaban sus duros momentos y hasta de risas porque no faltaron los pasajes de buen humor. Al final, un ejercicio de toponimia como para hablar de territorio más que de hechos funestos, ¡Volvamos al suelo para que lo reconozcamos, volvamos a la casa!
Vamos a hacer memoria para no olvidar, recordar es vivir, así que vamos a darnos por vivos haciendo memoria, -intervino el asesor e invitó a dos participantes que hubiesen caminado largo trecho para asistir a la citación. “Juguemos a la toponimia” y explicó el significado del término.
-Yo juego -dijo Benildo parándose de su silla y avanzando hacia el frente del auditorio con Francelina su esposa y Lida, la niña de los dos.
-¿Cuánto ha caminado usted hoy? Preguntó el animador.
-Una hora de camino para salirle al carro, una legua.
– Flora, una mujer de piel dorada gritó desde la audiencia: “Yo he caminado más, más de cinco leguas, he caminado toda la noche, desde el pueblo, bueno, eso ha sido con la imaginación.
Primero responde quien caminó con los pies, luego quien lo hizo con la cabeza y la pregunta es para Benildo: ¿Sabe usted por dónde pasó hoy? Intentemos hacer un poco de memoria de la buena, recuerde cada uno de los lugares por donde pasó. Diga el nombre con que han marcado el camino por donde pasó mientras avanzaba de su casa hacia la carretera. Salimos de la casa, dijo, pasamos por La Divisa, Rancho Quemao, Cañada Ancha, La Tupia, El Rodal, La Kika, luego llegamos a la carretera donde nos encontramos con amigos de otras veredas. Contó la historia de cada lugar y se comprometió a apuntar esos nombres para hacer un poco de memoria de su camino, enseñarlo a su hija y mujer que también amaban esa tierra.
El turno es para doña Débora: ¿Cómo es que ha caminado casi toda la noche con la imaginación y está así de cansada? –La anciana posó frente a los centenares de escuchas, pasó su mirada por sobre todos, antes de dirigirse al animador: Sí señor, cómo le parece que pa’que yo pudiera venir hasta aquí, mi marido tuvo que salir con el niño que ya está grandecito, se fueron a traer una marrana que había comprado a don Esmeraldo, por allá muy lejos; salieron de noche y yo me acosté como a las once a seguirlos esperando, vino la tempestad y los rayos, como yo conocía el camino, la mente mía iba con ellos y de regreso con la marranita también; los pegó el aguacero cuando venían de regreso pero yo no entiendo por qué se demoraron tanto. De la casa de don Esmeraldo, hasta aquí, la mente mía recorrió ese camino no sé cuántas veces pasando por Huerta Arriba, El Tigre, Casa Caída, Los yarumos, Alto del Perro, Piedra Gorda, Monte Frío; por Quebrada Grande la que tampoco me dejó dormir porque es grosera y atrevida cuando se crece, yo escuchaba desde la cama, cómo arreciaban los aguaceros, veía cómo crecía la quebrada y los esperaba a orilla más segura, yo no dormía.
Pasando a oscuras esa enfurecida creciente les vi desaparecer aguas abajo a los tres pero milagrosamente sentí otra vez sus pasos a mi lado en la otra orilla y como ni ellos ni yo lo podíamos creer, la volvimos a cruzar una y otra vez para convencernos de que seguíamos vivos y podíamos caminar; así mismo, repetíamos cada que atravesábamos un fangal, un despeñadero y cuando los rayos y tormentas nos electrizaban en mitad del bosque. Crucé la altiva quebrada una y otra vez sin mojarme, adelante de ellos calculando por dónde la podrían ganar sin arriesgarse demasiado. Yo iba con ellos pasé por El Churimo, El Amparo, El Popal y por el rancho de Casilda que hace cinco años está sin moradores, mi memoria guarda de cada lugar, negros y blancos recuerdos. Yo caminé toda la noche sin ellos pero acompañándolos. Al amanecer nos encontramos todos en la casita hasta con la marranita ilesa, por eso me pude venir a esta reunión. Lo que estoy contando aquí, no pasó con mis otros tres hijos que llevaron al monte, uno lo devolvieron muerto; el otro dicen, lo desaparecieron en la montaña y a la joven, se la hicieron mujer a la fuerza, la armaron y la pusieron carne de guerra. A cada uno de ellos acompañé hasta que no les pude alcanzar, me perdí en el sueño de esa montaña, que no puedo olvidar. El sueño de la guerra fue un sueño no de cansancio sino de realidad.